2. VALERIA

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Qué triste es tener nueve años
Más me valieran noventa
Este año he sufrido tan
que casi pierdo la cuenta.

La abuela, en la finca, nos enseño ese verso a las tres duralnte las vacaciones. Era larguísimo y mi memoria no es muy buena. Por eso sólo me acuerdo del comienzo y, bueno, de la idea principal, como dicen los profesores. Se trataba de una niña de nueve años que no cuadraba en ninguna parte. Con los niños no, porque ya no era niña, y, con los adultos, se sentia como mosca en leche. Cada vez que iba a opinar o a meterse en una conversación, la mandaban a callarse o a jugar. Yo no sé si a mí me empezó a pasar eso a los nueve o antes o, de pronto, fue despues. Pero, la verdad, a veces me sentia como la niña de la historia. La abuela decía que ese verso se lo había enseñado su abuela a los nueve años y yo no podía imaginármela con nueve años. Es más confieso: me parecía que en cualquier momento se iba a morir. Y sólo por pensarlo, me sentia horrible, como una malvada niña, con malos pensamientos.
Pero la culpa de pensar que la abuela se iba a morir no era sólo de mis malos pensamientos. Las tías siempre hablaban de eso, en voz baja y diciendo sin decir, como sólo pueden hacer los adultos. Un silencio aquí y otro álla, una mirada, un gesto, nada muy claro, hasta que cumplio los setenta. Ese día hubo una misa en la finca, con toda la familia, que ya era como de cuarenta personas, sumando hijos, nietos y un biznieto. Yo me acuerdo de mis trenzas amarradas con dos lazos inmensos, blancos y ridículos, que se estrellaban contra mis mejillas al correr, y mi vestido de encajes, hecho por mamá, que picaba horriblemente y que todo mundo admiró. (Todos, menos yo.) Me impresionaron dos cosas: la ropa y la misa. Esa fue la primera vez que vi celebrar un cumpleaños con misa y no con fiesta y me acuerdo que pensé: "le hacen misa porque ya es vieja y se va a morir". También me acuerdo que ese día no comulgué, por haber pensado ese mal pensamiento y mis primas me miraron como a un bicho raro, seguro diciendo, "quién sabe qué pecado habrá cometido para no comulgar" . Acabábamos de hacer la Primera Comunión y las tres éramos siempre las primeras en la fila de las misas familiares. Eso era parte de pertenecer al mundo de los grandes. Total, no comulgué en la misa de los setenta y, cuando llegaron los setenta y uno respiré alivida. La abuela seguía ahí igualita, vieja, pero sin morirse. Desde esa época empezaron los comentarios de las tías: --Tenemos que reunirnos todos para el cumpleaños de mamá, por que quien sabe si este sea el último-- ordenaba, con cara larga y de cirscuntancias, la tía Carmen. Y todos movían la cabeza como diciendo, "si" Y recogían la cuota para el almuerzo y conseguían a un cura pariente de mi abuela, que era arzobispo, para la misa y veníamos en carro o en avión, desde todas partes, desde donde cada uno viviera, para que no faltara nadie al "tal vez último cumpleaños". Y cada vez la abuela cumplía más años y cada vez había más gente que invadía La Unión: más nietos y más biznietos y más novios que ya se iban a casar y que ese día nos presentaban formalmente. Pero ella aguantaba igualita la invasión, aprendiendose más nombres y sin morirse, y yo podía comulgar tranquila.
Qué triste es tener nueve años, más me valieran noventa. Un diá, en alguno de esos cumpleaños, me sentí igual a la vieja niña del verso. Juliana y Lucía, como cosa rarísima, estaban de muy amigas y casi no me determinaron en todo el día. Solo se acordaron de mí cuando el juego era yo, o mejor dicho, cuando estaba en juego mi "falta de personalidad" .

---Valeria, ¿a ti quién te gusta más de los primos grandes: Juancho o Lucho?--- me examinaba Juliana.
---No sé-- contestaba yo---. ¿A ti?
---A mí Lucho. Ni comparación.
---Si, ni comparación--- repetía yo.
---A mí Juancho me gusta más. Es divino---decía Lucía y me miraba, amenazante, para que yo la apoyara.
---Si, pensandolo bien, Juancho es divino---repetía yo.
---Pero decídete, Valeria--- me exigían Lucía y Juliana, en coro---. Al fin, ¿cuál de los dos?
Yo miraba a Juliana, luego a Lucía y dudaba. Las dos estaban muertas de risa. Y cambiaban todo el tiempo de opinión, para ponerme trampas y hacerme cambiar a mí, desesperada, de un lado a otro, como en un partido de ping pong, sin saber cuál primo me gustaba más, porque me daba lo mismo, porque en el fondo, no me gustaba ninguno de los dos, nadie me gustaba, ni yo misma ni las primas. Y, con los ojos llenos de lágrimas, al fin me atreví:
---Ninguno me gusta, no ne gustan los hombres---grité y salí corriendo. Ellas se quedaron ahí, riéndose y yo solo alcancé a oír las risitas y las frases finales:
---No le gustan los hombres. ¿Será que entonses le gustan las mujeres?
--- Es que no tiene personalidad. Tan boba.
En ese triste cumpleaños hubo baile, para completar. Creo que, desde entonses, me traumatizaban las fiestas bailables. Yo "comí pavo" toda la fiesta. (Así llaman las tías a quedarse sentado en una fiesta, porque nadie lo saca a bailar a uno. Es una frase absurda, por que se supone que uno puede bailar solo, sin que nadie lo saque. Para eso tiene pies...) Hasta la abuela bailó, por darles gusto a las tías y por jugar al "no le pasan los años", a pesar de que yo sé que le dolían los juanetes. Ella misma me lo confesó y me dijo que ojalá se fueran todos, para poderse acostar tranquila. Me lo dijo en secreto cuando vino a sentarse a mi lado y a ponerme tema, lo que me pareció casi un milagro. Seguro me vio triste. Juliana y Lucía también bailaron. Juliana con Lucho Lucía, con Juancho o al revés, no me acuerdo.
El caso es que yo, sentada en esas sillas que quedaron amontonadas en un rincón de la sala, contemplaba la escena y me sentía un bicho raro, entre los ronquidos de todos los primos chiquitos y los bailes de los mayores (incluyendo a mis primas, que ya empezaban a sentirse en esa categoría, ¡qué ridículas!) Todavía me veo ahí, tan infantil, con un cuello marinero demasiado grande, en ese rincón de la sala. Fue la primera vez que quise morirme, para ser invisible. La prueba era que estaba ahí, en medio de tanta gente, y nadie se metía conmigo. No sé si era triste tener nueve años... ahora que lo pienso y lo escribo, todo parece tan infantil, tan de poca importancia. Tal vez ese día estaba especialmente sensible, o tal vez me dejé sugestionar por los versos que nos enseñaba la abuela. Ni idea.

☆Los Años Terribles☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora