7. Lucía

654 12 0
                                    


De repente me daba por preguntarme quién era y qué quería hacer cuando era grande (que ya era) y no encontraba respuestas. Había estado tan ocupada en las vidas ajenas, pensándome en función de los otros y representando distintos papeles; a petición de cada uno de mis públicos que podría haber elegido la profesión de actriz. De ser la niña de los ojos de papá, pasaba a ser la víctima inocente golpeada por circunstancias adultas, luego actuaba de nieta predilecta, y al rato me convertía en la prima dominante, detestada y detestable, para terminar, rendida por la noche, siendo la hermanita menor que tiene miedo a los fantasmas. Entre tantos libretos, me daba cuenta ahora de que me faltaba el mío. El problema era haber estado buscándome tanto tiempo fuera de mí misma, y echándole la culpa a los demás de lo que pasaba. Tal vez los hechos me habían atropellado pero, la verdad, tampoco había hecho mucho por manejarlos. Traté de controlar la vida privada de mis papás, que, al fin y al cabo no me incumbía y, de tanto pelear en batallas ajenas, me olvidé de dar mis propias peleas. Por eso ahora, cuando cada cosa iba quedando de nuevo en su puesto, estaba yo ahí, parada en medio del camino, y sentía que era la única, todavía fuera de lugar en este mundo.
¿Por qué se me ocurriá pensar en todo esto, justo cuando estaba delante de una lista interminable de aptitudes y profesiones, calificando de uno a cinco aquellas con las que me identificaba? ¿Por qué no me limitaba a ser obediente y a contestar el cuestionario, para poder salir al descanso, igual que mis compañeros, que lo habían contestado como una simple tarea más? Mamá decía que yo había nacido demasiado sensible y lo decía culpándose a sí misma por su embarazo traumático. Ella, que tanto había llorado la muerte de mi hermano Manuel y que sólo había querido morirse (conmigo adentro), se sentía responsable de mi "sensibilidad especial" ; por eso siempre la vi como un defecto vergonsoso, casi como una enfermedad que debía ocultar. Papá decía que yo era su "merengue", para poder consentirme y protegerme más; mis hermanos me llamaban " la plañidera" y disfrutaban haciéndome llorar por todo. Nunca pensé que de esta manera de sentir tan intensa pudiera ser una característica a secas, ni mucho menos, algo positivo. Por eso, cuando la sicóloga dijo que la sensibilidad era clave para aquellos que se inclinaran por alguna de las artes o por una carrera de servicio a los demás, como sociología o sicología, me quedé boquiabierta. La miré, preguntandome si ella habría sido también la "lágrima--fácil" de su casa, pero inmediatamente pensé que no quería estudiar sicología como Pilar. Por primera vez no iba a ser sombra de nadie. Estaba cansada de actuar como la hermana menor, la que heredaba los uniformes, los útiles y hasta las historias. No quería usar libros subrayados de sicología de mi hermana, ni los códigos de papá, (que ya pertenecían a mis hermanos hombres) ; tampoco quería heredar la tristeza de mamá, así me la hubiera pasado por el cordon umbilical. ¡Cómo era dificil cortar todos  esos vínculos y esos nudos ciegos, para escoger un camino! Sólo se me ocurrían los "no quiero" y pensé que, al fin y al cabo, "peor era nada"; había que empezar desde algún lado, así fuera descartando. Volví a leer las instrucciones del test y vi que descartar no me servía para salir del paso... el resto del curso ya había terminado y se veía feliz, al otro lado de la ventana, tomando sol en el jardín. La pobre sicóloga daba vueltas por el salón y miraba de reojo mis hojas, con esa actitud típica de "tomate tu tiempo, no quiero presionarte pero, ¿ya casi vas a acabar?". Para que ella pudiera salir a tomarse su café, decidí contestar cualquier cosa. Me califiqué de uno a cinco. Salió filosofía y letras, como primera opción. No me imaginaba qué era eso ni servía. No me veía de profesora, tal vez en este mismo salón, dentro de cinco años. Últimamente me la pasaba botada en mi cama pensando, pero pensar no era una profesión. Me gustaba leer pero eso tampoco era una carrera, sino un hobbie. Papá iba a poner el grito en el cielo... seguro diría que estudiara algo práctico, para no morirme de hambre. Como mi hermano Carlos, que quiso ser cheff desde chiquito y terminó en derecho. El sol era picante, ese sol que anuncia un aguacero con tormenta, y yo había estado a punto de perdérmelo, sólo por esta maldita costumbre de tomar todo en serio.
Eran tiempos de discusiones profundas o, al menos, eso creíamos, jugando a ser grandes. El último semestre de Décimo y todo Undécimo parecían "educación a distancia". Nos la pasábamos fuera del colegio, entre trámites de inscripción a las universidades, exámenes de admisión, servicio militar (por fortuna, sólo los hombres, ¡que salvada!), horas reglamentarias de alfabetización y vigías de salud en barrios periféricos. Además de la presión de escojer una carrera, parecía que, de pronto, todos los adultos hubieran decidido darnos una sobredosis de realidad social, para que por fin conociéramos ese país que nos esperaba al salir del cascarón. La Realidad, así con mayúscula, era la palabra de moda y había dejado de ser solamente la miseria que se cuela por la ventanilla del bus escolar en cada semáforo, para volverse un "centro de interés", con intensidad horaria, objetivos específicos, indicadores de evaluación y todo ese lenguaje que se inventan los maestros en sus "proyectos pedagógicos". Muchos tomaron la cruda realidad como una realidad virtual y paralela, que les permitía evadir esa otra, mucho más aterradora, de estar encerrados en un salón resolviendo ecuaciones de tercer grado. Otros, especialmente otras, porque esa era una posición MUY femenina, se tomaron la realidad como una oportunidad perfecta para hacer "obras de caridad con los más necesitados". (Las palabras eran textuales, tal vez tomadas de las obras de beneficiencia a los que asistian sus mamás...) En cuanto a mí, empecé a pertenecer a un tercer grupo, muy escaso, que, no sólo había abierto los ojos sino que también tenía Las venas abiertas de América Latina sobre la mesa de noche y que se tomaba las cosas a lo trágico. (De nuevo, debía ser culpa de mi sensiblilidad especial.) Por esos días, pensé que no quería seguir viviendo esa vida light de niña bien. Me decidí por la universidad pública, a pesar de las huelgas y el espanto de mis papás, que según ellos, lo habían sacrificado todo para darme la mejor educación. Yo no pensaba que hubieran sacrificado nada, al menos esa era una ventaja: nunca pensé que estuviera agradecida. Si habían hecho su vida como les había dado la gana, yo también tenía derecho a hacer la mía. Sólo esa frase dije, sin caer en ninguna  discusión. (Directo al punto del dolor, dijo mi hermana.) Papá sólo me pidio que me presentara en varias universidades. "¿Qué tal que no pases en la Nacional?", dijo, tratando de sonar respetuoso y tolerante. Acepté, sabiendo que así era siempre él, en su juego de la manipulación. Lucía, la luz de sus ojos, iba a pasar en todas las universidades y después él la convencería de cual era la mejor. Sólo que yo ya no quería ser la luz de sus ojos. Pensé se si estaba haciendo todas esas cosas por simple rebeldía, como una venganza, pero me parecia que también tenía claros mis argumentos personales.
Después del curso de Orientación Profesional vinieron "las últimas vacaciones de nuestra historia". (Así las bautizó Fernando, mi compañero de alfabetización, que fue también el que me convenció de que la Nacional era la mejor opción para una "futura filósofa".) En realidad, esas vacaciones fueron históricas para mí, no por ser las últimas del colegio, sino por el viaje a Cartagena con mamá. Cuando ella me dijo que ese era un plan especial sólo para las dos, un regalo de "pre-grado" que quería hacerme, acepté, casi por cortesía. La verdad, no me mataba la idea. Pasé varias noches imaginando qué podía traerse entre manos, qué querían los adultos esta vez de mí, y a qué oscuros planes obedecía semejante regalo. Estaba tan acostumbrada a no esperar nada gratuito de ella, a que me manejara siempre con tanta sicología y con tantas culpas, pense "aquí hay gato encerrado" pero no me quedó más remedio que hacerme la ingenua. En el fondo, mamá tenía derecho a no querer nada distinto de descansar y ver el mar, como ella misma lo dijo... ¿O qué diablos quería?
Al comienzo me pareció casi más dificil que escoger una carrera. Pensar en mí y en ella a solas, una semana, sin hermanos revoloteando, sin la tensión de salidas del domingo con Connie y con papá, sin teléfono y sin ni siquiera tener que pensar en qué hacemos comida, porque todo estaba incluido en el plan, reducía a cero nuestros temas de conversación. Mamá y yo, como dos perfectas desconocidas, sin nada en común, fuera de la misma expresión en los ojos, sentadas en una sala de espera del aeropuerto, con el vuelo retrasado, cada una ocultando la cara detrás de una revista y haciendo que leía. Así empezó el viaje y así habría podido seguir, de no ser porque apareción Ignacio González, un señor alto, con el pelo plateado que sólo dijo: "Hola Carmen, qué milagro de verte". De ahí para adelante todo pareció un milagro, si milagro significa algo asombroso y sobrenatural. Mamá se levantó de la silla y le dio un abrazo conmovedor (no encuentro otra palabra). Como intrusa observé su cara, primero de gran asombro y después de felicidad MUY reprimida delante de mí, pero felicidad, al fin y al cabo. Siempre, desde el comienzo hasta el final, me fije en sus manos, que apretaban la revista vuelta un tubo y que no dejaron nunca de temblar. No puedo decir cuánto duro el encuentro, en todo caso, no debió ser de más de quince minutos, porque Ignacio González iba a Quito. Mamá dijo: "Te presento a mi hija, Lucía" y supongo que el señor digo: "Mucho gusto, Lucía" o algo así. También recuerdo que preguntó cuántos son los tuyos y mamá dijo cinco pero hizo su típica cara de tristeza; corrigió que éramos cuatro y agregó que yo era la menor. Entonses ella contrapreguntó lo mismo y el señor dijo que eran dos hombres y que precisamente iba a Quito a visitar al mayor, que era casado.

--¿Y qué hay de Guillermo? ¿No vino con ustedes?
--No --contesto mamá. Yo hacía fuerza para que dijiera algo más y, como la telepatía existe, al fin ella de atrevió:
--Guillermo y yo nos separamos. Él se volvio a casar
--¡Qué bruto! No sabe la mujer que perdió.
Mamá se puso morada. Yo, exagerando una cara de típica adolescente, miré para el infinito como diciendole, "fresco, diga lo que quiera, que los adultos me tienen sin cuidado y además no tengo a quién irle con el chisme. Ella esta lo suficientemente... grande" . El señor se quedó mirandome y le preguntó a mamá cuántos años tenía yo. Ella le contestó que diecisiete y él sólo dijo "la edad que tenías tu (...) se parecen mucho, sobre todo en la mirada". En eso, anunciaron nuestro vuelo. Como casi me ahoga del abrazo, me imaginé qué habría sentido mamá con el abrazo de ella, a leguas se notaba que era MUY intenso. Se despidió y me dijo algo así como que me conocía desde siempre. A mamá le entregó una tarjeta, de esas típicas que cargan los ejecutivos en la billetera, y le dijo que hablaban la próxima semana.

--Si no me llamas, yo te busco. (También estoy separado), eso en paréntesis porque lo dijo en un susurro y nunca supe si había oído bien.
Mamá no volvio a ser la misma después de esos quince minutos (y yo tampoco) .
--Ignacio fue mi primer novio... Yo tenía tu edad... No te imaginas lo divino que era. Ahora está quedandose calvo.
---A mí me pareció un churro, ma. Y se nota que todavía te fascina. ¿Por què no te casaste con él?
--Ay, Lucía... ¿sabes que no tengo ni idea?  A veces, todavía me los pregunto...
Me hice la cómplice para que me contara más, en el avión hacia Cartagena. Ella necesitaba hablar y yo era la única persona en el mundo que estaba ahí, sentada a su lado, toda oídos. Sentía una especie de curiosidad mezclada con celos, pero no celos de ahora sino mucho antes. Si ella se hubiera casado con Ignacio González, ¿quién sería yo? o, mejor dicho, yo no habría sido. Pensé que la vida de cada persona dependía de cosas tan absurdas como una pelea, o del viaje de Ignacio a estudiar a otro lado, o de que papá hubiera aparecido una noche de fiesta y hubiera invitado a bailar a mamá. Era muy extraño que estuvieramos las dos hablando así de ese hombre, precido ella y yo, que nunca habíamos hablado de nada diferente a los temas convencionales entre madres e hijas convencionales, siempre lo esperado, lo previsible. Ojalá, nada personal. Ella, que siempre había jugado el papel de mamá triste y sacrificada, de pronto resultaba con una vida antigua y propia, en la que no estábamos incluidos nosotros; ni siquiera papá. Tuve una sensación de culpa horrible dentro de las entrañas, quizás esa misma culpa que tantas veces ella había sentido conmigo. De pronto habría sido feliz con Ignacio González. Nunca pensé que el precio de existir fuera tan alto y que a veces se llevara por delante la felicidad de las personas. Mamá y yo nos pasamos una semana mirando el mar y ni siquiera tuvimos tiempo de leer las revistas que habíamos comprado en el aeropuerto para taparnos la cara. Mucho tiempo estuvimos en silencio, pero fue silencio compartido, uno de esos silencios íntimos que no necesitan llenarse con palabras. Sólo caminar, un lado de la otra, de igual a igual, en un reencuentro que las dos necesitábamos desde hacía muchos años, quizás desde toda la vida. Cuando veo que le está entrando la histeria, pienso en su cara de esa semana, con los ojos perdidos, mirando quién sabe qué mar y me reconcilio con ella.

☆Los Años Terribles☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora