8. Lucía

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No es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós... A la mañana siguiente, la canción del grado amaneció cantándose sola entre mi cabeza, como si ese ambiente de despedida del colegio se hubiera quedado flotando en el aire. Tanto esperar a que llegara la fecha y ahora, con mi típica actitud de aguafiestas, me despertaba pensando cómo era la continuación... No acababa de salir de una cosa y la vida me estaba esperando en la esquina, con la próxima urgencia. Estuve a punto de entrar en shock y se me ocurrió taparme la cara con las cobijas, para seguir durmiendo un mes entero, o un siglo. Necesitaba tiempo para respirar, tiempo para estar sola, con la mente en blanco, pero mamá entró a mi cuarto y me dijo que me apurara. Hoy era el almuerzo en La Unión: una celebración especialmente organizada por mi abuela, para  sus nietas trillizas, como todavía nos llamaba.
De mala gana, bajé a desayunar, medio dormida. Carlos, frente a una taza de cereal, leía los avisos clasificados del periódico. Apenas me vio, sin ni siquiera darme los buenos días, me dijo: "Oye esto, que aparece escrito especialmente para ti: Se necesita bachiller con bicicleta". Lo miré que me lo tragaba y no le dirigí la palabra, para no caer en su trampa. Paciencia, pensé, mientras me servía el jugo de naranja. Pero él no se daba por vencido. "En serio, Lucía, este sí es el perfecto para tu nuevo perfil: Empresa multinacional busca aseadora. Indispensable buena presentación personal, excelentes referencias y diploma de bachiller. Ni mandado a hacer, ¿no?"  Lo dijo muy serio, él sabía sacarme de casillas... y lo logró, rapidísimo. Como una tigresa, me abalancé sobre el periódico y se lo refregue en la cara, tápandole la nariz y la boca y gritando, histérica, que se largaran todos sin mí, que me dejaran en paz. Mamá tuvo que intervenir para evitar que Carlos muriera asfixiado. Me arrancó el periódico de las manos y me lanzó una mirada de horror, como si yo me acabara de volar de un manicomio; luego dijo que hoy era un día especial era mío; me levanté de la mesa llorando y me encerré en el baño. Mientras me echaba toda el agua caliente, en medio de una ducha de lágrimas, pensé en no ir al almuerzo. Que todos preguntaran y Carlos tuviera que explicar, delante de toda la familia, la clase de hermano, la alimaña asquerosa que era. Pero luego me imaginé la desilusión de mi abuela si su nieta preferida no aparecía y decidí perdonarlo, solo por hoy, sólo por ella. En el vapor del espejo, alcancé a verme horrible, con los párpados hinchados.
Durante el trayecto hacia La Unión cerré los ojos, para hacerme la dormida. Las palabras de la canción volvieron a sonar en mi cabeza, mezcladas con imágenes de la ceremonia de grado. Recordé retazos de los discursos de despedida, llenos de palabras como hasta siempre y nunca más, e intenté reconstruir el ritual de las fotos. La primera había sido del grupo completo, se me apareció en la mente una imagen nítida de la clase del 2000. Volví a verme entre los noventa bachilleres, con el diploma extendido, diciendo whisky y en mi mente, cambié la canción de no es más que un hasta luego, por una de Pink Floyd que le encantaba a Juliana y que cuadraba mejor. All and all you're just anoter brick in the wall, en el fondo, no éramos sino eso: otra foto más, en la pared del colegio, con toda esa "gente reunida, que ni idea si iba a volverse a encontrarse algún día. Muchos habíamos estado juntos desde Kinder hasta Once y ahora cada cual tomaba su rumbo, nada qué ver, no es más que un breve adiós, la canción había vuelto, por más que tratara de sintonizar a Pink Floyd. Era dificil pensar algo propio en una una ocasión tan especial, todas las palabras habían sido repetidas una y mil veces hasta el cansancio, como esos billetes que van de mano en mano y terminan volviéndose delgados, con la cara del sabio Caldas sucia y desdibujada, cada vez más fácil de confundir con la de cualquier otro héroe. Se me vino la imagen de mamá, en primera fila, al lado de los tíos y de mis hermanos, y volví a sentir lo mismo que ayer, ese mismo nudo ciego en el estómago, cuando no encontraba a papá entre el público y no sabía si había venido, si estaba solo o mal acompañado... Luego vi otra de las fotos: yo, a la salida, en medio de un papá y una mamá convencionales, strangers in the night, los tres diciendo banana, para quedar bien.
Sin abrir los ojos, sentí que La Unión estaba cerca. La carretera despavimentada empezó y ese olor  inconfundible  a caña, a trapiche y a melcochas, ese olor de toda la vida, se me volvió a meter entre la piel, como si estuviera respirando con todos los poros del cuerpo y como si el cuerpo hubiera conservado intacta la memoria. "Ah... olor a tierra caliente", decía papá, y abría la ventanilla para aspirar el aire, siempre idéntica su frase, siempre intacta la emoción, en ese mismo punto del camino. (Aunque no estuviera más en esa carretera, pensé que él también hacía parte del paisaje, así como yo lo recordaba.) Agucé los oídos para sentir el viento, ese mismo viento que silbaba entre la caña, con su sonido incofundible, tan antiguo como el olor, y, de nuevo, tan presente. Ahí estaba yo, entrando a mi paraíso, con esos perros sin raza, quizás los nietos de aquellos de la infancia, que habían aprendido a morder las ruedas del carro y anunciándole a mi abuela que habíamos vuelto a llegar. Cuando abrí los ojos, estaba delante del portón azul, con las escaleras de piedra. Me bajé del carro y me pareció oir la voz de un niño de ahora, alguno de mis primos pequeños, de esos que yo casi no conocía, y gritaba el "ya llegaron, llegaron, llegaron, siguiendo la vieja tradición. Mi abuela apareció, en la baranda de la escalera, con los tenis negros que había usado toda la vida. De lejos, me dio la sensación de que estaba más pequeña, como si se hubiera encogido, desde las últimas vacaciones.
Aunque las tías insistieran en decir que estaba como un retrato, la miré, antes de abrazarla, y pensé que era falso, que nadie podía creerlo en serio. (De nuevo, las frases gastadas; ese pánico de decir la verdad, así cada uno la supiera, desde el fondo de su alma.) Corrí los pasos que me faltaban, con los perros enloquecidos a mi alrededor, y la apreté todo lo que pude, en un abrazo larguísimo, sintiendo que mi cuerpo se abandonara todo en ella, queriendo llorar y que me consolara, queriendo quedarme ahí, en esa emoción del reencuentro, siempre. Sus manos me acariciaron igual que cuando era niña, y su voz me dijo las mismas frases que sólo a ella le sonaban verdaderas: que como estaba de linda, que cómo había crecido,... mi amor, casi no llegan, me tenían preocupada... No se dio cuenta de mis ojos hinchados por culpa de Carlos ni lo fea que realmente debía estar. Para ella, yo seguía siendo la niña más hermosa que jamás existió, como en los cuentos de hadas que me contaba antes de dormir.
Después de saludar uno a uno, a todos los de la familia, me senté en la mesa junto a la piscina donde estaban Juliana y Valeria, ya en vestido de baño. Que milagro vernos, cuánto hace... dijo Juliana, tomando del pelo, y Valeria, con el gesto típico de la infancia, dijo sí, qué milagro, cuánto hace... Juli y yo nos cruzamos la mirada sin palabras de "sigue idéntica" y Valeria debió entender que acababa de caer en el libreto asignado, repitiendo sin ton ni son, aunque ahora era distinto, nadie estaba en plan de censurar a nadie. Jugábamos el mismo juego pero con plena conciencia de los papeles, sin hipocresía, y sin pretender hacer cambios innecesarios. Sabíamos que éramos distintas. "Ya casi unas profesionales, cómo vuela el tiempo", dijo mi abuela, que pasó por nuestra mesa repartiendo empanadas. No se sentó un solo minuto. La misma hormiga de toda la vida, pendiente de todos.
Me fui a cambiar al cuartico de siempre y frente al espejo de siempre, recordé todas las veces que habíamos estado ahí las tres desnudas, primero inocentes y luego mirándonos de reojo, a ver cuál era la más linda, la más grande, la más boba, la más avispada, la más precoz, la más criticada. Cuando sí, en vestido de baño, Juliana y Valeria estaban entre el agua, muertas de la risa, recordando cada escena del grado: la pobre Paula que casi se mata con los tacones, la corbata amarilla del profesor de gimnasia. El discurso del representante estudiantil, tan sapo... Realmente fue un día feliz de las tres y pensé si volvieramos a encontrarnos en este mismo lugar. Nuestras vidas eran demasiado distintas para que necesitáramos vernos. De no ser por mi abuela, quién sabe hasta cuándo...

--¿A qué horas sale tu avión, Juli?
---A las siete pero tengo que estar a las cinco en el aeropuerto y salir de la casa a las cuatro de la mañana. O sea que por esta noche, ni mejor me acuesto. Todavía me falta empacar un montón de cosas.
---Sí, mejor ni te acuestes --dijo Valeria (luego se dio cuenta y volvió a arrepentirse de jugar el antiguo papel)--. Aunque deberías dormir algo: mañana necesitas estas lúcida, con semejante viaje. Juliana nos contó su itinerario. Tenía que hacer dos transbordos de avión y luego tomar un bus hasta el pueblo donde iba a vivir, pero Daniel había quedado de recogerla en el aeropuerto de Atlanta. Cuando decía la palabra Daniel, más o menos una vez en un promedio de diez palabras seguídas, la cara se le iluminaba, el medio se le quitaba y hasta la tristeza de despedirse de su mamá y la furia que todavía tenía su papá parecían perder toda importancia. Aunque ese tipo no me daba la más mínima confianza, por todos los chismes que me habían contado en el colegio y aunque ella decía tener mariposas en el estómago, no pude evitar un corrientazo de envidia, un rezago de aquella envidia feroz de los nueve años. Yo ni siquiera había tenido un novio. Casi dieciocho años y nada. Sólo Fernando que me gustaba, pero ahora se había acabado alfabetización y no tenía ni idea si iba a volverlo a ver. De pronto en La Nacional. Él ya había pasado en historía.

---Me haces dar envidia, pero de la buena-- dijo Valeria, como si leyera mi pensamiento y también lo repitiera, con ligeras variaciones--. En cambio yo mañana, tengo que madrugar para una entrevista con el decano de sistemas.
---¿Cómo asi? Si tu pasas derecho en todas las universidades, con semejante puntaje... O es que acaso, ¿eso es carrera de mi papá, para echarmelo en cara?--dijo Juliana.
---Es cierto-- dijo Valeria con su típica modestia, medio disculpándose--. La entrevista es para ver si me pueden dar una beca. En donde me den la beca, ahí me inscribo. Con esta situación, es lo mejor para mis papás. ("La pobre de Valeria, siempre tan obediente y tan considerada, deberías seguir su ejemplo", me decía mamá, cuando quería sacarme de casillas.)
Luisa interrumpió nuestra paz con su cámara y sus ordenes fulminantes, como si todavía tuviéramos nueve años y estuviéramos enteramente bajo su custodia:

-- A ver bachilleres, digan whisky. Una foto de las tres. (Adivinen quién quedaba en la mitad.)
--Una foto de Lucía, con su mamá y sus hermanos. Sonríe, Carmencita, para que no quedes tan seria en las fotos y tú también, Lucía, mira el pajarito, deja la seriedad, no prendas las mañas de tu mamá.
--Ahora le toca el turno a Valeria. (Entonses, hubo que salir a buscar al papá, que siempre desaparecía a la hora de los tumultos, de las fotos y de las escenas emotivas de familia.) Por último, vino lo más difícil:
--Falta una foto de Juliana, la viajera, con su familia. Pero no hagan esa cara de tragedia que se va a un año, no es para siempre, el tiempo pasa volando. Y tú, Eduardo, dale un abrazo a tu hija, qué te cuesta, al menos para la posteridad.

Tía Luisa hizo que Juliana y su papa se abrazaran ese día. Nunca supe si fue por darle justo a la abuela, o por quitarse de encima a Luisa, por quedar bien en la foto, o si fue simplemente porque sí, porque los dos lo estaban necesitando. A tía Julia se le escurrieron las lágrimas y Juli no podía parar de llorar después del abrazo. Nos tocó llevarla a la cocina y darle un vodka puro "para ahogar la pena" , como dijo Valeria, que fue la de la idea. (Al fin, se le ocurría algo original.) Un trago para Juliana, otro para Valeria y otro para Lucía, en el mismo orden de simpre. Tres bobas, con las bocas fruncidas, aguantando las ganas de llorar.
Fue una tarde luminosa. Así la recuerdo. Y a las seis, con un rastro de sol anaranjado, cada una se subió a un carro diferente, al lado de una familia diferente, para empezar el camino de regreso. Mi abuela se quedó en la escalera, diciéndonos adiós con la mano. Su ritual de la despedida era idéntico desde que yo tenía memoria: se quedaba ahí parada, con los ojos empañados, acompañados hasta el último instante y viendo cómo nos alejábamos, poquito  a poco. Yo, con la nariz pegada a la ventanilla, como cuando era pequeña y se acababan las vacaciones en La Unión, seguí diciendole adiós hasta que una nube de polvo de la carretera, la misma nube que siempre se nos atravesaba, envolvió el paisaje y borró su cara. Hoy todavía, cuando el tiempo de creer se ha terminado, es esa imagen la que sigo llevando conmigo. 

☆Los Años Terribles☆Donde viven las historias. Descúbrelo ahora