Comía un helado. El cielo era gris ceniza y las aves rojas le daban cierto color.
Todos a mi alrededor gritaban atemorizados, invadidos por el pánico. Yo descansaba sentada en el pasto seco que cubría la azotea de uno de los edificios más altos de lo que antes era llamado una ciudad. Desde lo alto, todos parecían pequeñas hormigas que corren espantadas justo como cuando pisas su insignificante hormiguero... Pienso en eso, reflexiono si es así como de ve el hormiguero: edificios destrozados, puentes derrumbados, la sociedad yendo de un lado a otro...
Estoy tranquila, sabía que el día final llegaría. Aquél día en el que sus experimentos científicos los sobrepasara, donde los ositos de peluche automotizados liberaran los monos radioactivos de sus jaulas y estos últimos dejaran salir a los dinosaurios con miles de dientes afilados y del tamaño de un colibrí.
Me recuesto, cierro mis ojos y espero a que los árboles tomen de mí lo que todos estos años los humanos hemos tomado de ellos. Empieza el desmembramiento, pero no puedo evitar gritar. Sin embargo, nadie los detiene.