Las personas suelen ver la muerte como algo catastrófico, pero cuando eres un chico de dieciséis años, en el momento cumbre de tu vida, no lo ves así. Ves la muerte como algo lejano, aunque estés asistiendo a un hospital por lo menos dos veces a la semana. La muerte, en definitiva, no es tu mayor preocupación.
Y digo que los dieciséis años es el momento cumbre de la vida porque, ¡Vamos! Esto es una novela, debería comenzar a darle un poco de estilo.
Pero no, a los dieciséis no estás ni cerca de vivir un momento cumbre. Aunque claro, yo nunca había ido más allá de las paredes de mi cuarto (o el de Will en todo caso). Pero me imagina que para la mayoría era así; a los dieciséis años no sabes absolutamente nada. ¿Fumar? Sí, lo hice una vez. ¿Beber? No es lo mío. ¿Mantener relaciones sexuales? Yo..., está bien, una vez hace dos años. ¿Fiestas? Para nada. Y aún así, eso no sirve de nada.
¿Estar de fiesta todo el tiempo es vivir en la cumbre? No lo creo, aunque no lo sé. Y claro que quería vivir al máximo algún día, y a veces, en el silencio de mi habitación, deseaba ser una persona alcohólica, llena de humo hasta el último rincón de sus pulmones, ser un adicto al sexo e irme de mi casa y no volver hasta la madrugada. Poder ser como los amigos de Melanie, sólo por un momento. Pero ese no era yo; las personas estamos destinadas a ser sólo lo que podamos ser, no hay que forzar al destino.
Me encontraba en el hospital. Era lindo, demasiado lindo para mis gustos. No era como los típicos hospitales de los que siempre nos hablan; paredes blancas, olor a desinfectante y muerte latente por todos los rincones. Al contrario, éste estaba lleno de vida; en las paredes dejaban a todos los niños expresarse con colores, había un leve olor a canela que provenía de la secretaria y las risas de los bebés te hacían sentir a punto de renacer.
Esto puede que se deba a que era un hospital infantil, porque, de hecho, mi madre ha intentado llevarme hasta al veterinario. Hubiera sucedido de no ser porque mi padre le insistió que mis cambios no se debían a ningún mal animal.
-¡Terapia!- le gritó mi madre de un momento a otro al doctor -De algo debe servir-
Desde la camilla en la que me encontraba sentado compartí una mirada de compasión con el doctor. Mi madre podría ser la cosa más terca del planeta.
-Está bien, Sra.Prescott. Podemos intentarlo- le dijo con cansancio.
No lograba mover mi brazo izquierdo, ya no. Sucedió hace aproximadamente una semana, cuando bajé las escaleras del instituto y caí. Pero esa no era la razón de quedarme sin movilidad en aquel brazo, eso sólo ayudó un poco a la situación. Porque, como era de imaginarse, el tumor seguía creciendo.
-¿Cómo te has sentido, Pet?- preguntó el doctor cuando mi madre salió de la habitación.
-En general, cansado. Pero conseguí un empleo-
Él me miró de reojo mientras seguía leyendo unos cuantos papeles.
-Entonces, ¿Qué haremos con mi brazo?- pregunté tratando de moverlo, fue imposible.
Volvió a levantar su vista un poco y me dio la misma mirada que le dio a mi madre hace unos momentos. Odiaba cuando pasaba eso; me veían como si ya estuviera muerto, la lástima era factor indispensable en ellos.
Acercó una silla y respiró con dificultad mientras pasaba una mano por su cabello espeso y pasaba su lengua entre los labios.
-¿Sabes lo que viene, verdad?- le costaba preguntarlo.
Claro que lo sabía, mi enfermedad ahora comenzaba a incrementar. Y esto no es tan fácil como la teoría que todo lo que sube tiene que bajar; cuando esto comenzaba no había manera de parar.
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Cartas para ella.
Teen FictionPeter Prescott, a sus dieciséis años de edad, posee una gran colección de cartas que ha escrito desde que tiene once años cuando conoció a la joven y extrovertida Melanie Scott. Peter consiguió su primer empleo como cartero una semana después de su...