Capítulo 8: Simplemente sucedería.

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Otro día más, una oportunidad más. Eso, eso es lo que dice en los anuncios. Pero no, no es así queridas vallas publicitarias. No siempre tienes otra oportunidad. Eso se los podía decir yo, ya que, usaba una muleta.

¿Cuándo? Un día después de la fiesta en casa de Mel. ¿Cómo? No pregunten, por favor, es irónico. No tiene explicación. Te consume, no hay más.

Mi madre insistió una y otra vez con llevarme al veterinario. Sí, otra vez con eso. Ahora pensó que la inmovilidad de mi pierna derecha se debía a una mordida de serpiente.

En cambio, terminó llevándome a terapia. Estacionó justo sobre pintura fresca (No era la mejor conductora), respiró tan lento que pensé que le faltaba el aire y al final se deshizo de su cinturón.

-Por favor, sólo intenta una vez más-

Tomé mis muletas y salí del auto a toda prisa. No podía dejar de pensar en el día en que tuviera que cambiar mis muletas por una silla de ruedas.

Porque iba a suceder. Yo lo aceptaba, pero ella no. Yo estaba más preocupado por qué traje iba a usar para la graduación que por cuál usaría para mi funeral. Para mí la muerte no era opcional, pero tampoco era preocupante. Todas nacemos, todos morimos.

Ella no entendía aquello. No existiría terapia o tratamiento que acabara con esto, ella estaba obsesionada con mi tumor. En ciertos momentos he llegado a pensar que para ella ya estoy muerto. Aunque en parte era cierto; ella ya no tenía a su hijo.

Una madre quiere salir a pasear, ella fotografía cada uno de tus momentos y te castiga porque pasaste la hora de llegada. Pero mi madre ya no tenía tiempo para eso; buscaba medicamentos, terapias, opciones y más opciones. Eran justo en esos momentos en que yo ponía en duda cuál de los dos era el que se estaba consumiendo.

A pesar que la entendía, esto me estaba dañando a mí. De los dos yo estaba peor que ella, eso era lo que menos parecía. Y a veces pensaba, que dentro de toda mi ira interna, ella sólo quería ser la víctima en todo éste asunto.

-Buenos días, Peter- saludó la recepcionista.

Hice una seña con la cabeza y seguí a la sala de espera, me senté justo a la mitad y dejé las muletas en el suelo. Las misma sonaron de una manera que lograron despertar a un niño del otro lado de la sala.

-¿Qué haces aquí?- preguntó en un bostezo.

Tenía unos grandes ojos azules y comenzaba a mudar sus dientes delanteros. Se levantó de su asiento y tomó lugar junto a mí.

-Lo mismo que haces tú- tomé una revista que reposaba en la mesa.

-¿Morir?- eso era lo que yo podía llamar una mirada sincera.

Allí no habían misterios o grandes señales que le hicieran dudar. Eran las miradas del alma, esas que sólo saben dar los niños.

-En teoría- me reí.

-¿Tú cuándo vas a morir?- preguntó pasando una de sus pequeñas manos por su cabeza sin rastro de cabello.

-No lo sé, amigo- cuando dije aquello su rostro se iluminó de tal manera que me hizo pensar en lo bonito que fuera que esto no existiera.

Porque nunca lo había pensado, simplemente era algo que pasaba, y que me pasaba a mí. Pero su cara, esa alegría efímera, me hizo querer vivir hasta que yo también tuviera un momento así.

-Gracias- murmuró.

-¿Por qué?- sólo quería hablar con él.

-Porque mi madre pensaba que iba a morir sin amigos. Ella no sabe que la escuché decir eso, escuché que son simplemente cosas que dice la gente, pero no quería verla mal- hablaba tranquilo -Yo voy a morir hoy- había seguridad en su voz.

-¿Cómo lo sabes?- escuché el pitido de mi móvil, más no quise atender.

-Simplemente lo sabes- me sonrió.

-Lo siento- mi voz se entrecortó.

-¿Por qué?-

Mi silencio le afirmó todo. Yo lamentaba saber que iba a morir, en serio. Lo hace un poco más real, te enseña que la muerte está cerca y que no es posible ocultarla fumando en una esquina.

-Tengo casi siete años y no lo siento. Unos nacen y otros mueren, no quiero sonar pesimista en pensar que no existe otra vida y que no voy a reencarnar en un tigre, pero que muera no hace la diferencia. Me gustó mucho vivir, simplemente hasta aquí llego. Me tocó éste destino y lo agradezco. No me duele dejar a mi madre, no me duele dejar a mis juguetes, mucho menos a mi gato; tuve siete años para disfrutarlos, casi-

Ya les había hablado de sentirse estúpido, también les había hablado de que hay días en que uno se siente un poco más estúpido que los otros, pero les puedo asegurar que no hubo un momento en mi vida en el que me haya sentido más estúpido que ese.

Un niño de casi siete años me había cerrado la boca, él sabía mucho más de lo que algún día yo llegaría a saber. Es ahí donde me di cuenta que no es la edad la que te da la sabiduría, sino la cercanía a perderla. Cuando sabes que ya no te quedará más tiempo para almacenar en tu cerebro, es que encuentras la verdadera sabiduría, esa que te reconforta; entender la vida.

La recepcionista llegó avisando que ya era hora de mi cita, así que me levanté dejando al aire un "hasta luego", a lo que él negó con una sonrisa. Entré en un salón blanco (Yo odiaba los salones blancos. Más aún cuando sólo había una camilla), me indicaron que me despojara de la ropa y que me recostara en silencio.

Fue humillante. Ellos intentaron de todo para que sucediera algo. Y adivinen, nada pasó. Ni nada pasaría, mi madre tendría que entenderlo.

Ahora me encontraba en mi habitación, con una hoja blanca entre mis manos y con la intención escribir.

Yo soñaba con que algún día sería algún tipo de escritor, columnista o simplemente un abogado al que le tocaría redactar demasiadas cartas. Pero...¿Qué más da?

"Mel, hoy conocí a un niño en mis terapias. De seguro te gustarían sus ojos azules o sus grandes mejillas..."

Cartas para ella. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora