No entiendo su actitud.
Lleva días vigilando que cumpla mi dieta, que me tome las vitaminas a la hora correcta... Preocupándose. ¿Por qué? Debe ser exasperante estar detrás de mí, pero él parece tener una paciencia infinita.
Cuando estoy comiendo, no me recrimina cuando dejo la mitad del plato. Igual no hace falta: ni yo misma me soporto. Es como si no pudiese hacer nada bien, ni siquiera cuando lo intento con todas mis fuerzas.
Pero en el instituto estoy sola. El lunes, a la hora de almuerzo, me quedo mirando el plato de comida, como si pudiese desaparecerlo con el poder de mi mente.
Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. Sigue ahí. Comienzo a picar pedazos con lentitud y siento que toda la cafetería espera verme hacer el ridículo.
Un bocado, dos bocados. Tres. El estómago se me cierra y me cuesta tragar. Respiro profundo. Uno más, por el bebé...
Siento las arcadas venirme y me incorporo de la mesa de un tirón. Cojo mi bolso y salgo disparada de allí, sintiendo que los ojos de todos a mi alrededor están puestos en mí, que se deleitan con mi derrota.
Las manos me tiemblan. Al estar afuera, me apoyo contra una pared y me dejo caer al suelo poco a poco. Aprieto los puños con fuerza e intento calmar mi respiración.
Tengo un sabor amargo en la boca y la cabeza me da vueltas. Hace muchísimo frío.
Observo el pasillo, que estaba vacío hasta ahora. Maldita sea. Antón se acerca a mí con pasos firmes pero sin prisa. Bajo la cabeza para evitar el contacto con su mirada inquisitiva. Tengo ganas de llorar, pero no quiero que lo sepa.
—¿Estás bien? —Se detiene frente a mí y se agacha para estar a mi altura.
Asiento.
—Ya ha pasado. Son las náuseas. Es terrible...
Suelto un gemido ahogado. ¿Por qué soy tan débil?
—Vas a salir adelante —dice mientras se acomoda a mi lado y adopta la misma posición que yo.
—No deberíamos estar juntos en público.
—Te vi en la cafetería. No estabas bien.
—¿Acaso me vigilas? —Volteo a verlo con expresión perpleja.
—No quiero que perdamos el progreso de esta semana... —Su voz baja un tono, más íntimo, casi susurrante.
Trago saliva. Una sensación de pesadez se aloja en mi estómago. Tengo miedo de que las náuseas regresen.
—No creo que haya intentado lo suficiente. Hago lo que puedo, pero es que... —Me miro las manos, como si la respuesta se encontrase en ese gesto tan trivial—. Quizá nunca pueda ser mejor, ni siquiera por el bebé.
Antón apoya una mano en mi brazo. El contacto, aunque sutil, me genera un escalofrío.
—La vida no es fácil, Carolinne. Lo sabes. A veces yo... —Hace una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante, pero se detiene—. Lo que importa es que no puedes rendirte. No ahora. No cuando ya estás aquí.
—¿Te preocupas de verdad o solo porque no quieres tener que volver a hacer otro hijo conmigo? —ironizo.
Antón alza una ceja, pero su sonrisa tiene un filo peligroso.
—¿Cómo vas por la vida haciéndote la inocente con los demás? —Mueve la cabeza, negando con diversión—. Si supieran las cosas que me gritabas cuando...
—Ya le quitaste la gracia al chiste. Mejor vete.
—Vámonos los dos. —Esta vez su tono es más suave. La oferta suena... sincera, sin segundas intenciones.
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Suya
RomanceCarolinne tiene dieciséis años y busca un hijo. Su madre se está muriendo y esa desesperada determinación parece ser el único resquicio de esperanza que ilumina el oscuro y vacío túnel en el que se ha convertido su vida. Sin embargo, luego de tantos...