VIII

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Para algunos dormir es escapar. Escapar a la tristeza, escapar a la desolación. Sin embargo, no es así conmigo: mi subconsciente me atormenta incluso más que la realidad que trato de evadir. No sé por qué, pero al despertarme siempre recuerdo qué estaba soñando. Bueno, de hecho, sí sé por qué: he dejado la medicación. Con las pastillas podía pasar diez horas seguidas en la cama y levantarme con ganas de seguir de largo por el resto del día. La verdad, he pensado en volver al tratamiento, pero descarto la idea solo de pensar en la mirada condescendiente de mi madre. Me pone más enferma. No, no quiero vivir así. Quiero ser capaz de resolver mis problemas.

Sin embargo, no puedo siquiera lidiar con las cosas más simples, como usar las duchas compartidas después de la clase de deportes. No entiendo cómo las demás chicas se han acostumbrado a estar en los vestidores con tanta soltura y cómo nadie se ha quejado de la nueva regla de no poder cambiarse en los baños, a puertas cerradas. Al parecer no hay suficientes retretes para que cada alumna se tarde más de diez minutos y atrase el proceso -además, a la profesora Sprouts no le hace mucha gracia encontrarte intentando evadir las reglas-, pero nadie se detiene a pensar en cómo nos sentimos algunas ante esa sobreexposición.

La parte buena es que he descubierto una forma de engañar al sistema: cuando todas las demás están terminando de cambiarse me escondo en el armario de mantenimiento y espero allí a que el sitio esté vacío. Luego de eso, tengo entre quince a veinte minutos para que la encargada de la limpieza llegue. Entonces, cuando solo estoy yo me siento por fin con suficiente confianza de deshacerme de mi uniforme y darme una ducha caliente.

A pesar de que no tardo demasiado para no tentar a la suerte, estoy mucho más relajada luego de salir. Todavía con algunas gotas de agua resbalando por mi cuerpo, me envuelvo en una toalla y camino hacia el vestidor. Incluso con la calefacción encendida, estoy tiritando del frío, así que apuro el paso. En ese momento, escucho el sonido de una puerta cerrándose.

Demonios, qué mala suerte. El personal de limpieza nunca llega tan temprano. Camino más rápido hacia mi casillero y miro a ambos lados para confirmar que no hay nadie. Alcanzo mi ropa y comienzo a vestirme. La puerta de un casillero se cierra a mis espaldas y me hace voltear de un salto.

―¿Qué estás haciendo? ―digo, casi sin aire por la sorpresa.

―Te estuve esperando afuera, pero nunca saliste del vestidor.

Se acerca y sonríe. No me quita la vista de encima. Eso me hace recordar que estoy en ropa interior todavía. Siento un calor inusual escalarme el cuerpo conforme la distancia se acorta.

―¿¡Y eso te da derecho de entrar?! ―grito―. Te pueden expulsar si se enteran de que estuviste aquí, ¿lo sabes?

―Ya ―chasquea la lengua―; pero nadie va a decir nada, ¿verdad?

Gurdo silencio porque ambos sabemos la respuesta. Él se inclina hacia mí y yo doy un paso hacia atrás.

―Vete. ―digo―. ¡Que te vayas, demonios! ¡Vete!

Sin embargo, no parece escucharme.

―Hicimos un trato, ¿recuerdas?

―Sí, pero no aquí.

Mi espalda choca con la puerta del casillero que Antón cerró hace unos minutos. Un escalofrío recorre mi espalda.

―Me pueden expulsar a mí también ―añado en un hilo de voz.

―¿No te gusta el riesgo?

Sus dedos se cierran alrededor de mi cintura. Niego con la cabeza, las palabras no alcanzan a salir de mi boca. De manera instintiva, miro hacia los lados; es como si ya lo hubiese aceptado.

SuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora