Ha pasado solo una semana, pero lo siento como si hubiesen sido meses.
El agotamiento hace que mis extremidades pesen toneladas. Cada noche, cuando cierro los ojos, solo puedo pensar en él y en lo que me hace.
Cumpliendo con su promesa, Antón aparece en mi casa día tras día.
Hoy no es la excepción.
Llega puntual, a las seis de la tarde.
Le abro la puerta y lo veo.
Lleva una barba de varios días, un matiz de descuido que no le conocía y que, para mi desgracia, me llama la atención.
Lo odio.
Lo odio por hacerme mirarlo así, por hacerme sentir esto.
Ser incapaz de serle indiferente es una muestra de mi propia debilidad.
—¿Qué tal andas? —pregunto, arrebatándole el abrigo para colgarlo en el perchero.
—No lo llevo mal.
Nos sentamos en el sofá. El silencio pesa demasiado, así que carraspeo.
—¿Has estado en la reunión del club de teatro?
Antón me mira con una expresión indescifrable y asiente.
Lo observo con atención, intentando descifrar cada uno de sus gestos.
¿Siempre ha tenido esta capacidad de hipnotizarme?
Un escalofrío sube por mi espalda al recordar mis últimos días en el teatro del instituto.
—A veces lo extraño —admito en voz alta, sin pensar—. Knudsen perdiendo la paciencia el día antes de la presentación, los chicos inventándose ejercicios de improvisación estúpidos... Ah, los chicos. Hace tanto que no hablo con ellos.
Sonrío sin darme cuenta.
De repente, me invade un deseo irracional de subirme a un escenario otra vez.
Actuar.
No porque sea buena en ello.
Sino por el simple placer de hacerlo.
Por desaparecer en un papel.
Por dejar que todo lo demás se esfume.
Pero entonces su voz me arrastra de vuelta a la realidad:
—Pero hablas conmigo.
Lo dice con calma, con esa seguridad arrogante que lo define.
—Eso es suficiente.
Frunzo el ceño y sacudo la cabeza.
¿A qué se refiere con eso?
Sus ojos oscuros están fijos en los míos, devorándome.
Mi boca se seca.
—Supongo... —me muerdo el labio, tratando de recordar qué estaba diciendo antes de que él me mirara así—. Que lo es.
Antón se inclina hacia mí y atrapa mis muñecas.
El contacto hace que mi corazón se dispare.
Un calor extraño asciende desde el punto donde su piel toca la mía y se extiende por todo mi cuerpo.
No resisto cuando me empuja contra el sofá.
Se tumba sobre mí, pero no me aplasta.
Solo me observa.
Me estudia.
Su peso me mantiene inmóvil.
No me toca más de lo necesario, pero su mirada se clava en mí con una intensidad que me hace contener la respiración.
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Suya
RomanceCarolinne tiene dieciséis años y busca un hijo. Su madre se está muriendo y esa desesperada determinación parece ser el único resquicio de esperanza que ilumina el oscuro y vacío túnel en el que se ha convertido su vida. Sin embargo, luego de tantos...