Abro los ojos y una luz blanca me ciega, obligándome a cerrarlos otra vez.
Parpadeo. ¿Qué ha pasado? Siento un frío que me recorre de la cabeza hasta la punta de los pies. Tengo la boca seca y siento que el corazón se me va a salir del pecho. ¿Dónde...? ¿Cómo...? Trato de recordar y no puedo. Salí del instituto, hacía frío, era la primera vez que nevaba en mucho tiempo. Llegué a casa, abrí la puerta y... ¿qué? Todo se vuelve confuso después de eso.
Respiro profundo. Me doy cuenta de que estoy acostada. Percibo el sonido de pasos, voces no muy claras... Hay gente a mi alrededor, sí. Bien. Intentemos enfocarnos. Con lentitud, trato de abrir los ojos otra vez y enfocar la vista en lo que tengo justo delante de mí: un techo blanco con lámparas de luz blanca también. Todo es tan blanco, carente de color. Demasiado pulcro.
Hago el amago de incorporarme y, de repente, siento que la cabeza me da vueltas y todo gira a mi alrededor.
La náusea me golpea de inmediato. Aprieto los ojos con fuerza y trato de concentrarme en mi respiración. Algo no está bien. Me duelen las sienes, como si me hubiesen golpeado con un martillo.
Mi brazo derecho pesa. Hay algo atado a él.
Una vía intravenosa.
¿Por qué estoy en un hospital?
El pánico me recorre como una descarga eléctrica. Empiezo a entrelazar ideas: el frío, mi casa, las escaleras... ¿Caí? ¿Alguien me trajo aquí? ¿Mis padres lo saben?
Entonces, una voz ronca y familiar corta mis pensamientos.
—Déjalo. Te han petado de analgésicos suficientes para tumbar a un caballo.
Giro la cabeza con torpeza y ahí está. Antón. Sentado en un sillón color crema, con un libro en las manos, mirándome con esa calma suya que siempre es peor que la ira.
Su presencia me provoca un escalofrío. No quiero preguntarle nada, no quiero necesitar de él para entender qué ha pasado.
Pero lo necesito.
—¿Qué me pasó? —Mi voz sale áspera, como si hubiese dormido un siglo.
Antón finalmente cierra el libro y me mira con fijeza.
—Te desmayaste. Te golpeaste la cabeza, tuviste una contusión y quisieron hacerte unas radiografías para asegurarse de que no era nada grave.
Aprieto los labios. Intento asimilarlo. Todo esto es real. Estoy aquí porque me desmayé. No porque...
Siento el vacío en mi estómago antes de que la idea me golpee de verdad.
Miro la vía en mi brazo y se me escapa un suspiro de derrota.
—¿Me voy a quedar aquí?
—No —bufa, dejando el libro en el suelo antes de ponerse de pie—. Ya pueden darte el alta.
—Vale.
Mis ojos se cierran por sí solos, pesados por los narcóticos. No sé cuánto tiempo pasa hasta que vuelvo a oír su voz, esta vez peligrosamente cerca, casi susurrándome al oído:
—¿Desde cuándo supiste que estabas embarazada?
El aire se congela en mis pulmones.
Abro los ojos de golpe y me encuentro con su rostro a solo centímetros del mío. Siempre tan impasible y, al mismo tiempo, tan perfecto.
Contengo la respiración.
—Esto. Yo... —Carraspeo y desvío la vista al suelo—. Me hice una prueba la semana pasada.
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Suya
RomanceCarolinne tiene dieciséis años y busca un hijo. Su madre se está muriendo y esa desesperada determinación parece ser el único resquicio de esperanza que ilumina el oscuro y vacío túnel en el que se ha convertido su vida. Sin embargo, luego de tantos...