IV

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Luego de unas horas, abro los ojos con lentitud. El reloj que está en la mesa de noche dice que son las tres de la madrugada. Antón se fue a las ocho y no me he movido de la cama desde ese entonces. Cuando me incorporo, las sábanas se deslizan por mi piel descubierta y caen en picada. A la luz de la luna, las pequeñas gotas color carmín que manchan la cama resaltan con un matiz espectral me obliga a desviar la vista al suelo.

Mi cuerpo está pegajoso, incómodo; necesito un baño. Cruzo a grandes pasos la distancia que me separa del baño y al llegar enciendo la luz. El espejo que se alza por encima del lavabo captura mi atención. Allí, la imagen de mi cuerpo desnudo se muestra hasta un poco por debajo de las caderas. Tengo el cabello desordenado, los labios enrojecidos e hinchados y la cara brillante por el sudor. De repente, recuerdo la mirada fija de Antón recorriendo cada centímetro de mi piel y me siento mareada.

Como si un interruptor invisible se hubiese accionado ante ello, me doy media vuelta y entro a la ducha; abro el agua caliente y el vapor no tarda en invadir cada espacio de la habitación. Aunque me enjabono hasta que la piel se enrojece y lavo mi cabello varias veces, no logro sentirme limpia. ¿Por qué no puedo estar limpia? Me llevo las manos a la cabeza y halo el cabello con fuerza. Mi corazón late desbocado, intento respirar profundo y apoyo la espalda contra la pared lateral. Poco a poco, me deslizo hacia el suelo mientras las gotas tibias siguen cayendo sobre mi cuerpo.

Cierro los ojos.

Tranquilízate.

Me concentro en el sonido del agua.

Tranquilízate.

Respiro profundo.

¡Tranquilízate!

Un grito desgarra mi garganta.

Pasan varios minutos hasta que soy capaz de ponerme de pie otra vez y cerrar el grifo. Al salir, mi cuerpo se estremece por el cambio de temperatura. A pesar de que una gruesa toalla me envuelve, el frío logra calarme hasta los huesos, así que me apresuro a buscar un pijama en el armario. A medida que recupero mi calor corporal, soy más consciente de lo que me rodea. Mi cuarto está hecho un desastre. Las sábanas, el acolchado, la ropa de la tarde... Lo recojo todo, debo desaparecer la evidencia.

Cuando estoy regresando del cuarto de lavado, me detengo en la cocina. Paso un dedo por el contorno de las hornillas y lo observo con detenimiento. Está negro, cubierto de polvo. Él se dio cuenta, lo mencionó. Frunzo el ceño. ¿Cómo has podido ser tan descuidada? Cojo la esponja del lavadero y la mojo con agua y jabón. Tiene que quedar limpio, tiene que parecer... normal.

Pero no es normal. Desde la mañana, solo he comido una manzana. Y no tengo hambre.

Las siguientes horas las paso en vela, haciendo zapping frente al televisor e intentando despejar la mente con repeticiones de programas insustanciales. Sin embargo, mi mente siempre termina acorralándome frente a las mismas preguntas. ¿Qué hago si me encuentro a Antón en el instituto? No debería preocuparme: él es alumno del último curso, nuestros horarios apenas coinciden. ¿Y si no puedo evitarlo? Siento que incluso una mueca de mi parte en el momento indicado podría atraer sospechas. Los rumores se esparcen con más rapidez cuando se trata de personas relevantes dentro de la jerarquía escolar.

Pero, a diferencia de Antón, yo no soy relevante. Mis miedos se van disipando a medida en que voy avanzando por los amplios corredores del instituto. Nadie me mira, es como si no existiese. Y eso está bien. Algunos nacen para ser admirados y otros nacen para admirar. Supongo que es otra de las muchas cosas en las que no coincidimos.

SuyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora