12. Fetiches

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Hoy es miércoles. El artículo tiene que estar listo para el lunes que viene. Sigo sin ideas. Max se va mañana a Los Ángeles a ver a los Lakers con Kristen, la mujer que ayer me aclaró el pelo con su manzanilla fría en la cafetería de las oficinas, justo cuando el hombre más raro de la ciudad, con el que yo había tenido una cita unos días antes, acababa de irse.

Mi vida se ha convertido en un verdadero caos en los últimos días. Y yo, Gigi Greene, la que siempre tiene un plan, la que no se acobarda por nada, aún sigue más perdida que un pulpo en un garaje.

Acabo de salir del trabajo. Por suerte hoy no me he cruzado ni con Kristen ni con Ian. Puede que también sea porque ni si quiera he tenido tiempo para bajar a desayunar, intentando adelantar trabajo para dejarme algo más de tiempo durante la semana para el artículo. Por supuesto, ahora tengo un hambre voraz, tanto, que decido parar de camino a la parada del autobús, en una cafetería para comprar un sandwich y matar el león de mi estómago hasta que llegue a casa, donde me espera un tupper de arroz con verduras de anoche. 

Me atiende una chica rubia, muy jovencita, que amablemente me sirve uno de queso con nueces para llevar. De paso, me pido un vaso de limonada. Algo fresquito me vendrá bien para aclarar las ideas mientras voy en el bus. A Germán, el conductor, no le importará que beba durante el trayecto.

Llego a la parada y me siento en el pequeño banco que está bajo la marquesina para esperar. Desenvuelvo mi sandwich y le doy un enorme bocado, que calma ligeramente a la fiera de mi abdomen.

La avenida está completamente colapsada de coches. Probablemente el autobús vaya a retrasarse. Es lo que tiene trabajar en una de las calles más transitadas de Klein. Mientras mastico, me fijo en todos los detalles que me rodean para intentar evadirme un rato más de mis problemas. Al fin y al cabo me espera una larga tarde de reflexión.

De repente, un coche negro, de estilo clásico y elegante se detiene frente a la parada. Levanto la mirada un poco más, ya que estaba tomando un sorbo de la limonada, y veo que Ian Graham es el conductor del vehículo. ¡Oh no! ¡Bastante tuve con lo de ayer!

Baja la ventanilla por completo, asoma la cabeza y el brazo, apoyándolo sobre la puerta.

—¿Quiere que le lleve a algún sitio Señorita Green? —Dice, elevando la voz por encima de su tono normal, para intentar que le oyera entre tanto bullicio.

—¡Me llamo Gigi! —Respondo. —¡Y no! ¡No hace falta, Ian! —Desafío.

Le veo mirar al frente, sonreír ligeramente y hacer un gesto de desesperación.

—No se haga de rogar, Greene. Ya sé dónde vive, no me costará nada llevarla. —Insiste. Sabe donde vivo porque cuando terminamos de ver las perseidas me acercó a casa, en un coche diferente al que lleva ahora. 

—Creo que te confundes. Sabes dónde vive Gigi, no esa tal Señorita Greene de la que hablas. —Digo irónica. 

La gente que espera también al autobús empieza a mirarnos raro. Ian vuelve a reír. Sus ojos me atraviesan. Se muerde el labio.

—¡Sube al coche, Gigi! —Dice por fin, rindiéndose. 

Sonrío y no puedo evitar que se note el sabor de la victoria en mi rostro. Me levanto del banco de la marquesina y me subo a su coche. Al fin y al cabo será mejor que esperar al autobús, aunque probablemente pasaré el mismo tiempo en el atasco.

Ian me mira de arriba abajo nada más poner el culo en su carrocería. Hoy llevo un vestido entallado gris con unas medias tupidas negras y zapatos de tacón. Supongo que habrá vuelto ese Ian que hablaba de sexo en un parque, y no el que no quiere ni si quiera que le tutee. 

Punto y seguido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora