24. Solo juegos

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De vuelta a Klein no me atrevo a decirle nada a Ian. Ha sido la media hora más vergonzosa de toda mi vida. Odio que haya tenido que estar presente en toda esta escenita. Imagino que habrá tenido que ser muy incómodo para él. He sido una tonta al pensar que todo habría cambiado. Al menos me he cerciorado de que el viejo Fred estaba bien.

—Lo siento Ian. —Me atrevo a decir. —Debí haber adivinado que todo esto iba a pasar.

—No lo sientas. Rose es una bruja. No me extraña que te fueras de casa. He intentado ser correcto pero me estaba poniendo de los nervios.

—¿Has visto cómo se comía las pastas? —Digo intentando ponerle algo de humor. —Siempre que volvía de la universidad tenía puesto un delantal cubierto de migas. Se comía absolutamente todo.

Ian se ríe.

—Tu padre parece un buen tipo. ¿Qué hace con esa mujer?

—Eso quiero saber yo. Lo peor es que la eligió a ella cuando le dije que me iba. Supongo que eso es lo que hace el amor. Te atonta.

—¡Maldita sea! Por eso es mejor no enamorarse. —Dice.

—Ojalá se pudiera controlar, pero es imposible, amigo. —Le respondo. —Los sentimientos son más fuertes que la mente más privilegiada.

—Todo se puede entrenar. Los sentimientos también. —Dice. Parece que Ian sabe muy bien de lo que habla. Como si estuviera practicando para no sentir nada.

—¿Tú puedes controlar todo lo que sientes? Debes ser el ser humano más frío del planeta.

—Lo intento. Aunque tú me lo pones difícil, Señorita Greene. —Confiesa. —Perdón, Gigi. —Corrige.

Suelto una carcajada y le miro de reojo. Sé que no lo dice en serio. Graham es un adulador y sabe como engañar a sus presas.

—O sea, que te gusto. Un poquito. —Digo graciosa.

Ian se muerde el labio y me atraviesa con sus ojos marrón verdosos.

—Sabes que me encantaría tenerte entre mis sábanas, Giselle. —Suelta sin tapujos.

Y empiezo a notar mis mejillas ardiendo. Debo estar roja. Por una parte me espanta lo que acaba de decir. Una vez más me ha dejado claro que lo único que siente por mí es atracción sexual, pero por otra, curiosamente me gusta oír eso de su boca. Puede que Ian desate en mí una parte que había estado dormida mucho tiempo y que ni Piero ni ningún hombre en mi vida habían conseguido despertar. Esa parte de locura, de acción, de querer disfrutar de cada momento. Y más ahora, que estaba llena de rabia.

Recuerdo, que cuando Piero y yo discutíamos por cualquier tontería siempre acabábamos solucionándolo en la cama. Y era cuando más lo disfrutábamos. Aunque viendo lo visto, puede que él no disfrutara tanto como yo, claro. Quizás él me imaginara con más pelo en el bigote. Me río al pensarlo.

Ian me mira extrañado.

—¿No vas a gritarme? ¿Te hace gracia? —Pregunta desconcertado. Parece conocerme más de lo que pienso.

—Para. —Digo entonces sin pensar.

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Te vas a bajar? ¡Venga ya! ¡No ha sido para tanto!

—Para. —Repito riéndome. —No voy a bajarme.

Ian me mira aún más extrañado.

—¡Deja de mirarme con esa cara y para! —Digo mientras pongo mi mano en su entrepierna y le aprieto fuerte.

Entonces obedece mis órdenes y se desvía en una especie de camino que lleva a una granja, aún a las afueras de Klein. Detiene el coche y para el motor. En ese momento, mi "yo" desatada le besa con fuerza. Ian me corresponde.

Mis dedos se entrelazan en su pelo y los suyos bajan por mi espalda. De repente se separa. Me sonríe y dice:

—No paras de sorprenderme, Gigi.

Oír Gigi de sus labios me excita aún más. Es una locura. Pero solo va a ser eso, una locura entre él y yo.

Sonrío y le vuelvo a besar. Paso de mi asiento al suyo y me subo a su regazo. Noto el volante clavándose en mi espalda pero me da igual. Ian me agarra del trasero y me mete las manos en los bolsillos del vaquero. Recorro mi lengua por su oreja y bajo por su cuello. Veo como se le erizan los vellos y sé que le excita porque noto su erección entre mis piernas.

Comienza a hacerme cosquillas por la espalda bajo la blusa y yo le tiro del nudo de la corbata para deshacerlo. Antes de quitársela, tiro de ella para acercar su cara hacia mi rostro de nuevo y volver a besarle.

—Ian Graham. Si quieres jugar, juguemos los dos. —Le susurro al oído.

Entonces como una bestia a la que se le acaba de enfadar me aproxima fieramente a su cuerpo y me quita la blusa sin piedad. Yo hago lo mismo y veo su torso desnudo. Como si de un atlas de anatomía se tratase puedo dibujar todos sus músculos, completamente definidos.

Me coge en volandas y me saca del coche para apoyarme en el capó. Creo que en este momento estoy cumpliendo las fantasías eróticas de la mitad de la población femenina de Klein y me estremezco. Me avergüenza en cierta parte y me excita por igual.

Ian, a pesar de la pasión que le pone me trata con delicadeza. Me llena de caricias y besos, y eso me encanta. Dejo que me domine y me llene de placer. Hacemos el amor como nunca antes lo había hecho. Aunque no sé si a esto se le puede llamar hacer el amor. Es sólo sexo. Sexo del mejor que he tenido en la vida y que tanto había echado de menos en los últimos meses.

Terminamos extasiados. Comenzamos a vestirnos, y entonces me doy cuenta de que la ropa interior que llevaba hoy no era la más erótica del mundo, pero a él parece no importarle. No puedo decir lo mismo de la suya. Lleva un bóxer blanco impecable. Me abrocho el sujetador con su mirada analizando cada centímetro de mi piel. Si no deja de mirarme así tendremos que volver a parar de camino a Klein. Me asombro de mí misma por tener estos pensamientos. Y me hace gracia. Sonrío y me atuso la melena para colocarla.

Nos metemos al coche. Arranca y volvemos a la ciudad. Ha sido la tarde más intensa del siglo.

Punto y seguido ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora