1.- Las Malas Leyendas

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Aquella noche más de un carruaje llegaba acompañado del crepúsculo. El cielo vestía de naranja la piedra blanca del palacio real. Los carruajes se paraban cerca de los jardines, justo delante de la gran entrada del palacio. La gente se saludaba con educación, reían. Mostraban sus falsas sonrisas, con sus vestidos y peinados de cuentos las damas, y los caballeros con trajes y bastones.

Hacía ya mucho tiempo que el reino había dejado atrás la terrible catástrofe, pero nadie se atrevía a hablar de ella. Era un recuerdo demasiado atroz, demasiado terrible. La muerte había visitado Alleverbelin siete años atrás, había arrasado con el reino, con la gente, con la vida. Lo había reducido todo a polvo y cenizas. Incluso la esperanza. El recuerdo de los susurros, de los gritos, de las muertes, de la sangre y el fuego, olor a quemado y a podrido, de los llantos de las madres, del miedo de los niños, ver a los hombres luchar contra las sombras y las montañas de cuerpos sin vida que marcaban un camino cerca de las murallas. El puente hacia el infierno, lo habían llamado.

Pero todo había cambiado. Alleverbelin se había vuelto a alzar, con nuevos reyes, nueva gente, nueva vida. Sin embargo no significaba que no hubiera gente en las sombras, viviendo con terror y miedo, tratando de curar las cicatrices que antaño se habían formado en sus corazones.


La joven que en aquel momento se hallaba apoyada en uno de los tejados más altos, observando la escena, entrecerró los párpados. En sus ojos negros, tan profundos como pozos, se reflejó un odio intenso. No deseaba estar allí y ser tan asquerosamente rica como todos aquellos nobles. Bien sabía lo que el dinero hacía, cómo te llevaba poco a poco hacia la perdición del juicio.

Se deslizó por las tejas y saltó al muro contiguo, siguió andando sin mirar atrás, con sus ojos oscuros fijos en el camino, sin miedo a equivocarse, con la certeza de que no lo haría. Sus pies se movían en perfecta sincronización. Saltó y tan ágil como un gato subió a otra pared. Saltó por los balcones interiores y recorrió varios patios antes volver a subir encima de los tejados. Viendo la calle a la que se dirigía se dejó caer, aterrizando en el suelo varios metros más abajo sin problema, y salió por la calle del mercado.

El mercado siempre había sido un sitio bullicioso. Los mercaderes gritaban, alentando a todas las personas para que se acercaran a comprar. También había bares y tabernas pegados a las paredes, los portales grandes y puertas de las casas. En los balcones las mujeres se apoyaban para hablar de punta a punta, e incluso los hombres. Vendían todo tiempo de cosas. Verduras, frutas, carne, navajas, puñales y todo tipo de armas y también cachivaches como brújulas, mapas y pergaminos.

La muchacha caminó cerca de un gran grupo de hombres grandes, escondiéndose. Al pasar cerca de los puestos, donde había más gente, pasó rozando a uno de ellos, y con una mueca y una disculpa, aceleró el paso. Miró hacia atrás, y cuando estuvo segura de que ninguno de aquellos enormes bárbaros la miraban, sacó del bolsillo una pequeña bolsa atada con una cuerda. La pasó entre sus manos, estimando el valor de las monedas que podrían hallarse en su interior. No había sido un robo difícil.

Torció por un callejón oscuro. Sentía el bello de la nuca erizado; estaba segura de que alguien la estaba siguiendo. Giró la cabeza, pero nadie se encontraba detrás. Volvió a girar, callejeando, pero antes de seguir caminando, se agarró al marco de una pequeña ventana y sin apenas esfuerzo se coló en el estrechísimo balcón de madera que casi rozaba con la casa de enfrente. Aguantó la respiración mientras veía a un hombre grande avanzar con enfado contenido. Sus hombros tocaban las paredes del callejón. Aunque no estaba del todo segura, había una gran posibilidad de que se tratara del hombre al que le había robado anteriormente.

Lo vio pararse justo debajo de ella, mascullando palabras feas y maldiciendo. Parecía buscarla con cierta urgencia, lo que produjo en la chica una agradable curiosidad de saber qué había guardado en aquel saco. Se puso en pie y sacó una daga de debajo de su ceñida túnica. Haciendo un corte en la palma de su mano, dejó que la sangre goteara hasta la frente del hombre, quien alzó la mirada. El horror se dibujó en sus ojos acerados cuando vio cómo la joven se lanzaba contra él. Sintió un enorme impacto contra su espalda; se había caído al suelo, y después un dolor agudo en la cara que le indicó que tenía rota la nariz.

AlleverbelinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora