12.- El color del pasado.

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La joven entró a la sala. Solo la tenue y anaranjada luz de las velas decoraba las paredes. Las mesas y las sillas estaban arrinconadas a un extremo, como si alguien hubiera intentado colocarlas de alguna manera. Avanzó hasta quedar en el centro y, mirando alrededor, cayó en la cuenta de que ya no parecía tan horrible pasar allí la mayor parte del tiempo.

Se sentó en una de aquellas sillas de madera mirando a la nada. Sus dedos se crisparon en torno a la tupida primera capa de su vestido. Se sentía abrumada, ahogada en extremo. Sin llegar a comprender cómo había surgido aquella situación. Había dejado de ser una simple misión, aquello era más bien como una lucha contra sí misma.

El vaivén de los recuerdos la mecía en una tempestad de la cual sería muy difícil salir. Los rostros de todas las personas que había conocido se dibujaban en las paredes de tierra. Frunció los labios. Por primera vez en mucho tiempo, comprendía qué era sentirse triste. Siempre había sido fuerte, siempre había ocultado sus emociones con recelo. Pero no podía... ya no podía.

El sonido de una silla arrastrándose la devolvió a la realidad. Magdala se sentó a su lado y sonrió como solía hacer ella: con cruda compasión. La joven asesina había levantado la mirada, sobresaltada.

-Querida, te estás volviendo muy asustadiza. Normalmente no te sorprenderías -Dijo con voz melosa-.

Tashvania no respondió, se limitó a posar su mirada en la pared y a guardar silencio. En aquel instante la compañía era lo que menos necesitaba. Los largo dedos de Magdala peinaron su pelo con cariño; cogía un par de mechones, los soltaba o los pasaba por detrás de sus orejas. Volvía a sentir ese tacto cálido de una madre. Y de pronto se imaginó a Magdala con hijos, perdiéndolos ¿Podría ser esa la razón de su conducta? ¿Era posible que viera en ella el reflejo de sus hijos?

Se apartó. Aquel tipo de gesto solo lograría confundir más su mente. Magdala amplió su sonrisa, pero no se movió. Se limitó a cruzar las piernas y a suspirar.

-¿Sabes quién eres?

La pregunta quedó en el aire, como si nadie la hubiera escuchado. El tiempo pareció pararse, hubo un silencio tan profundo que por unas milésimas de segundo lo único que Tashvania pudo oír fue el pálpito de su corazón.

-¿Sabes de dónde vienes y a dónde vas?

No. No lo sabía. Su mente estaba en blanco. Por alguna razón su vista estaba nublada y acuosa. Como si estuviera reteniendo lágrimas dentro de sus párpados. Y aquella sensación hacía que su pecho ardiera con intensidad. Quiso decir algo, pero su boca se volvió a cerrar ¿Estaba bien compartir algo de tanto peso con otra persona? Después de todo, en a algún momento de lucidez se podría arrepentir. Cuando despertara de aquel profundo trance.

Miró a Magdala de soslayo. Creía poder confiar en ella, poder contar todo lo que rondaba por su cabeza, sus ideas y también, sus recuerdos.

-Crecí en una casa de nobles -comenzó, bajando la mirada. Su impasibilidad había desaparecido por completo, deshecha por el velo de lágrimas que cubría sus ojos-. Padre y madre siempre fueron amigos del antiguo Rey. Solíamos ir a todas sus fiestas y celebraciones, padre, en concreto se llevaba muy bien con la familia real. Yo era amiga de la princesa...

-¿La antigua princesa? -Magdala alzó las cejas, sorprendida. Sabía que Tashvania había formado parte de la nobleza hacía siete años, pero nunca se habría podido imaginar que incluso había sido conocida de Arelis.

La chica asintió, en silencio. La seriedad volvió a su semblante.

-Toribia también solía ir a aquellas fiestas. Los conocí a todos. A la antigua familia real, y a la actual. Todos eran muy avariciosos, pero aún así, padre y el Rey se llevaban extremadamente bien. Incluso le llegó a pedir que, si por alguna razón Alleverbelin caía, que se hiciera cargo del reino...

AlleverbelinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora