CAPÍTULO 11: ESTA NOCHE Y NO OTRA.

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A la mierda el libro. Heidi daba vueltas y vueltas por su habitación sin rumbo fijo. Miles de pensamientos se le agolpaban en la cabeza y no sabía a cuál atender primero para conservar la cabeza fría -¿Fría? ¿En serio?- y hacer lo que consideraba correcto cuando llegara Pedro. Cuando llegara Pedro. Cuando llegara Pedro. Era como un eco que empujaba las innumerables preguntas que le asaltaban, ¿qué me pongo? ¿Me propondrá algo? ¿Y si lo hace, qué le respondo? ¿Lo haré bien? ¿Me obligará si le digo que no? ¿Y cómo me defiendo? ¿Si le digo que no, realmente no me dejaría hacer? Bueno, había preguntas que estaban tomando ya un cariz de lo más estúpido. Cuando viniera Pedro, estaba segura de que todo saldría bien, tenía que confiar en ello. Mierda, la cena.

Heidi bajó en dos saltos por la escalerilla y se dispuso a hacer una ensalada rápida con lo que había. Al rato encendió una luz, estaba oscureciendo ya, y por primera vez sintió miedo en aquella cabaña. Porque estaba sola, en mitad del campo, con lobos y jabalíes sueltos, sin su abuelo y no sabía dónde había guardado la escopeta de repuesto, la oscuridad que iba adentrándose por las ventanas era aterradora. Del miedo que le había entrado al pensar en ello, había hecho las ensaladas en tiempo récord, así que se dispuso a poner la mesa para no hacer caso del rumor de los árboles en el exterior, ni el crujir de la madera que resonaba en toda la habitación al pisar, ni de la llovizna que había empezado a golpetear las ventanas, ni... ¡AH! ¿Eso había sido un trueno? Heidi había tirado una silla del brinco por el susto; sin duda, esto era cosa de los nervios, ella nunca había tenido miedo a las tormentas y no entendía por qué debía tenerlo ahora, estaba a resguardo dentro de la cabaña, que era fuerte como el tronco de un roble y había resistido a anteriores tormentas más fuertes, mientras no estuviera en el exterior, no tenía por qué haber ningún problema. Pobre Pedro, ¿habrá podido subir con esta lluvia? Ya no era una llovizna, sino un gran torrente de agua que cegaba las ventanas y doblaba el número de truenos y relámpagos. Heidi comenzaba a tener frío y aprovechó para encender un rato la chimenea y sacar un par de mantas para dejarlas en el sillón tan ajado de su abuelo, junto al fuego. Una vez más, y viendo que no tenía nada más que hacer, Heidi se planteó cambiarse de ropa y subió las escalerillas. Llamaron a la puerta. Heidi tragó saliva y no movió ni un músculo.

– ¿Quién es...?
– ¡Heidi, soy yo, Pedro! ¡Abre, por favor, no sabes la que está cayendo! – gritó Pedro desde fuera.
– Gracias a Dios...

En dos zancadas llegó hasta la puerta y dejó entrar al pobre Pedro. Estaba empapado, calado hasta los zapatos y con el pelo chorreando, varias gotas bajaban por el perfil de su nariz y su labio inferior... A Heidi se le apareció inmediatamente el momento abrevadero de aquella mañana.

– Parece que están cayendo unas gotas fuera... si lo sé, no me ducho – rió Pedro.
– Vas a coger un refriado si sigues con esa ropa mojada, ten. – Heidi le ofreció una toalla – Tendrás que ponerla junto al fuego para que se seque un poco esta noche, está claro que hasta mañana no podremos tenderla fuera.
– ¿Y qué me pongo mientras?

¿Que... qué? ¿Que qué se...? La mente de Heidi colapsó. La ropa mojada, no, desde luego, estaba claro que no, ni aunque se dejara sólo los pantalones y dejara al descubierto ese pecho tan pulido y marcado que daban ganas de besar... Pues sin pantalones. Desnudo. Ay, madre.

– ¿Una manta...?
– ¿Una manta? Bueno, si no hay nada más, me envolveré en una manta. – dijo Pedro divertido.

Heidi sólo resolvió a dar una vuelta sobre sí misma hasta que encontró el pensamiento adecuado para dirigirse al armario de las mantas con naturalidad, pero estaba tan sonrojada...

Pedro hizo ademán de sentarse en una de las sillas de madera, pero el sonido acuoso de sus zapatos le previno que sería mejor no sentarse. Esperó. Ciertamente, Pedro se sentía henchido de superioridad en ese momento: Heidi no razonaba correctamente en su presencia cuando su físico quedaba de manifiesto. Punto para él. Bueno, no estaba mal, curtido del brioso trabajo de la carpintería, se había hecho a sí mismo y ya no era el enano enclenque y descuidado que fue en su día. Ahora tenía seguridad y firmeza en sus decisiones, procuraba ser responsable y trabajador, se interesaba por otros temas de más importancia y había adquirido nuevas necesidades. Nuevas necesidades. Heidi parecía haberse convertido en una de ellas... ella y sus contorneados muslos blancos que ascendían hasta ese precioso manjar redondo que... A Pedro se le había olvidado respirar. Desde que la vio por primera vez, no podía dejar de pensar en ella, en su amiga, que ya no era una niña, era una mujer. Pero, ¿por qué ella? En toda su infancia nunca se había planteado verla como a una niña que le gusta, resultaba irónico que ya no pudiera mirarla de otro modo que no fuera sin sufrir un mínimo de excitación sexual y la nueva situación le resultaba perturbadora y retadora al mismo tiempo. Qué coño, ¡lo que quería era arrancarle ese vestidito de habas y hacerle el amor como si no hubiera mañana! –pimpam, pimpam- Y tratarla como una princesa, bajo su protección y...

– ¿Qué te ha pasado?
– ¿Eh?

Heidi le miraba entre curiosa y asustada con la manta en la mano, ¿es que acaso se había manchado...?

– ¡Joder!

Pedro intentó ocultar su erección de la peor manera posible, quitándose los pantalones, arrancándole la manta de las manos y sentándose en la silla bien tapadito. Sirviéndose de su masculinidad, apeló a un mal piropo para quitarle hierro al asunto.

– Ya sabes... es verte y mira lo que me pasa, ja, ja, ja...

La risa forzada de Pedro fue desvaneciéndose a medida que la cara de confusión de Heidi aumentaba.

-¿Y te ocurre a menudo?
-¿Que si me ocurre a menudo? ¿Estás de...?

¡Hay que joderse! ¡Ahora lo entendía todo! Tantas negativas, tanta vergüenza, tanta contención... ¡él era su primer chico! A Pedro se le hinchó el pecho de orgullo y satisfacción al sentirse el elegido de su amiga de toda la vida, porque había muchos muchachos en la ciudad con más porte y elegancia y una educación ejemplar dignos de ser admirados y queridos por señoritas como Heidi. ¡Pero no! ¡Lo había elegido a él, a él! Por otra parte, sería toda una odisea... ¿qué le tenía que explicar exactamente? No tenía ni idea. ¿Funcionaría la intuición en este caso?

– No... ¿no sabes por qué me ocurre esto?
– ¿Debería saberlo? –Heidi se tapó la boca de pronto- ¿e-estás... enfermo?

Pedro vio la inocencia en esos grandes ojos de cervatilla a punto de ser cazada y se echó a reír. "Ni de coña.", pensó, "Esta noche no."

– ¡Deja de reírte! No tiene gracia, ¡dime qué te pasa!
– ¿Que qué me pasa? Anda, ven.

Heidi dudó antes de sentarse en la silla de al lado. Para la comodidad de ambos, ya no había nada duro bajo la manta.

– Qué te han contado en el internado sobre sexo.
– ¿S-s-sexo? ¿E-en el internado? Quiero decir, ¡no! Eso no... La Rottenmeier no deja... En fin, eres un chico, ¿sabes?

Pedro le sonrió con dulzura. Definitivamente, esta noche no. Intentó escoger las mejores palabras para explicarle el funcionamiento básico. Heidi, en realidad, sabía todo lo que tenía que saber, pero era mera teoría. Por eso no sabía los síntomas prácticos.

– Mmm... entonces, ¿si te doy besos...?
– Sí, al cabo de un rato.
– Pero ahora no te he dado ninguno.
– A veces ocurre sin que me toques siquiera.
– ¿Ah, sí?

Pedro se tensó al ver que Heidi le miraba con curiosidad mientras empujaba suavemente con las yemas de sus dedos uno de los tirantes del vestido, que cayó silenciosamente por su hombro.

– ¿Eso te gusta...?
– Sí.

Heidi hizo lo mismo con el otro tirante, de tal manera que el fino vestido formó un pliegue sobre sí mismo y apareció un improvisado escote. Pedro tragó saliva.

– ¿Es lo que me hubieras hecho tú...?
– S-sí.
– Ya veo...

Sin dejar de mirarle, Heidi bajó delicadamente sus manos hasta el límite del vestido veraniego y lo fue retirando hacia arriba paulatinamente dejando cada vez más visión de su piel nívea, hasta que su posición sentada le impidió avanzar más. Pedro miraba y miraba sus largas piernas y tragó saliva de nuevo, sin mediar palabra. Ante la admiración de Pedro, Heidi se levantó, apartó la silla a un lado y llevó las manos a su espalda. Pedro vio como el vestido se aflojaba y, con un ligero toque de Heidi hacia abajo, el vestido cayó sin ruido hasta el suelo de madera. Pedro se dio cuenta por primera vez de que no era el culo lo que más le gustaba de Heidi. El sujetador de encaje blanco enmarcaba sus blancos y abundantes pechos a la altura de sus ojos, un tesoro hasta ahora escondido por la indumentaria decorosa de la que había hecho gala hasta ahora. Heidi se sonrojó ante la exploradora mirada del joven que tenía delante y observó como la manta volvía a intentar esconder el bulto anterior.

– Vaya... Sí que debo de gustarte... – dijo tímidamente Heidi mientras se mordía el labio inferior.

De pronto Pedro la atrajo hacia sí, todavía sentado en la silla, y se aferró a ella apoyando la mejilla contra su ombligo. Olía a heno y flores silvestres. Heidi acarició su nuca y entrelazó los dedos en su pelo, dejándose rodear por unos brazos fuertes y calientes.

– Déjame quedarme esta noche. – susurró Pedro.

Heidi ya es adolescenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora