Nothing Gold Can Stay - Prólogo

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Cerré la puerta lentamente tratando de no hacer ningún ruido. Justo llegaba de una de esas fiestas a las que iba todos, o casi todos, los viernes. Al ser un pueblo pequeño apartado de la ciudad, las fiestas siempre se hacían en casa de algún adolescente cuyos padres se habían ido de viaje o simplemente no estaban por casa las noches de los viernes. No penséis mal de mí. No soy una de esas chicas a las que les encanta emborracharse y a la mañana siguiente no acordarse de nada de lo que han hecho la noche anterior. Simplemente me gusta pasármelo bien de vez en cuando, y como por aquí no hay mucho que hacer realmente, lo único que me divierte son esas estúpidas fiestas en las que; a) algún adolescente que esté muy borracho como para pensar claramente engaña a su pareja con alguien más por lo cuál el drama que montan es asegurado y, b) cuando la fiesta se hace muy pesada, Rachel me persuade para que la saque de ahí y vayamos a por algo de comer porque asegura, y cito, que la comida de esas fiestas no es de fiar porque a saber si le han inyectado alguna droga para que a los chicos les sea más fácil meterte mano.

—¿Alycia? ¿Eres tú? —Mierda. Mis intentos por no hacer ruido y evitar despertar a mi madre han sido en vano. Otra vez. —¿Otra vez llegando tan tarde a casa? ¿Qué tienen los viernes que vuelven tan locos a todos los adolescentes? Y no me digas que es que has quedado para un estudio nocturno porque puedo oler el alcohol desde aquí.

—¿Y si te digo que con el alcohol es más fácil estudiar? —Con solo acabar la frase, recibo la mirada más dura que me ha dado mi madre desde que tenía 5 años y me inventaba cualquier excusa para no ir al colegio. —Vale, vale. Ha habido una fiesta y a mi y a Rachel nos ha apetecido ir. No me he pasado con el alcohol, si no, no estaríamos teniendo esta conversación, créeme.

—¿Que te crea? ¡Pero si me has dicho que ibas a casa de Rachel a estudiar y has acabado en una fiesta y llegas apestando a alcohol! —Me preparo para soltarle otra buena razón por la cual si estuviera borracha no estaríamos teniendo esta conversación y de que ya tengo 17 años por lo cuál tendría que confiar más en mí a la hora de salir, pero antes de que pueda siquiera abrir la boca para hablar, me corta. —No quiero seguir teniendo esta conversación. Vete a tu cuarto. Se acabaron tus salidas nocturnas hasta que se me olvide todo este numerito.

Decido no añadir nada más porque no tendría sentido y lo único que haría sería enfadarla y hacer que la cuarentena durara más.

Subo hasta mi habitación, entro, y me pongo el pijama para irme a la cama. Estaba agotada. Primero quité mi camiseta junto con mi sostén, -debo admitir que mi parte favorita del día es llegar a casa y liberar a mis pequeñas de esa cosa que no las deja respirar ni a ellas ni a mí- me pongo la camiseta de pijama y acto seguido me quito los vaqueros. Odio llevar estos pantalones tan apretados pero los prefiero antes que a cualquier vestido. Al quitármelos y darles la vuelta al derecho, mi mano va a parar al bolsillo trasero de este y descubre la etiqueta de una botella, doblada varias veces. —¿De verdad la gente no sabe diferenciar una papelera de mis vaqueros? Espero que esto no sea una indirecta para que los tire porque eso no va a pasar. —Digo en voz alta. Desdoblo la dichosa etiqueta y cuando lo hago, encuentro un mensaje escrito por la parte interior de esta.

La belleza es misteriosa tanto como terrible. Dios y el Diablo están luchando ahí, y el campo de batalla es el corazón del hombre.

                                            J. F.

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