Doce

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Tres días habían pasado desde entonces y no había tenido absolutamente nada de contacto con ninguno de los hermanos Way, aunque no esperaba tenerlo de todos modos. Mikey había bloqueado mi número para intentar contactarme con él y Gerard no respondía a ninguno de mis mensajes. Era bastante obvio, de todos modos, que el motivo de Gerard era netamente la culpa mientras que el de Mikey era bastante factible que se tratara de odio. Reggie había pasado de ignorarme y evitarme a quedarse una tarde completa conmigo, con cervezas y todo, y aunque no habíamos mencionado a los Way era bastante obvio también que su motivo para odiarme había desaparecido.

O al menos parecía.

Mi reacción había sido de sorpresa al verlo sentado en mi sofá, esperaba que él, como presidente del club Anti-Frank recibiera a los chicos para odiarme y despellejarme entre los tres. Pero eso no había pasado. Posiblemente era demasiado poca cosa para que se sentaran a hablar pestes de mí. Aunque eso no quería decir que iba a dejar de imaginar todo el asunto, con dardos en una foto de mi rostro incluido.

De todos modos, y fuera de todos mis problemas, el que más contento estaba era mi padre. Había decidido volcar todo mi deprimente tiempo libre limpiando la casa y ayudándolo en el local. La fachada tenía una nueva capa de pintura y cada letrero alguna vez hecho había sido reemplazado por una nueva versión en Times New Roman, mi nueva fuente favorita. Pero cuando el reloj avanzaba hasta las cinco de la tarde y absolutamente todas las cosas que podría hacer ya estaban hechas, tomaba asiento y contemplaba la vacía puerta de entrada. Gerard no iba a volver a entrar, no tenía razones. Y Mikey tampoco lo haría, ni siquiera para recibir las tan merecidas disculpas que debía darle.

Mis suspiros lacónicos se hacían latentes, y papá me miraba con algo similar a la lástima. Aunque me entendía porque su relación tampoco había conducido a nada. La mujer estaba casada, y tarde había decidido confesarlo.

— No hay mal que dure cien años —dijo, y yo suspiré.

El segundero se había detenido dos veces en el mismo punto, Frank estaba totalmente seguro de eso, cuando la puerta se abrió y escuchó a su padre aclararse la garganta ruidosamente. Parpadeó varias veces y despejó la vista de la pared, y luego tuvo que frotar sus ojos porque realmente no creía lo que veía. Era Gerard, con la mirada nerviosa y una mano frotando sobre su labio superior para ocultar el gesto en su boca. Gerard con su castaño cabello cubierto parcialmente por un gorro de lana y una larga bufanda a juego. Gerard con una chaqueta de cuero y una camisa a cuadros que disimulaban de forma fantástica sus más de siete meses de gestación. Gerard. Y no parecía estar odiándome precisamente.

— ¿Gerard? —pregunté, realmente necesitaba cerciorarme.

— Soy yo, supongo —respondió él. Y sólo al ver mi evidente nerviosismo su rostro se relajó. Quitó la mano de sobre sus labios y me enseñó una tímida sonrisa. Todo en mi interior se derritió al instante— ¿Tienes... un rato libre? Si no puedo esperar, no tengo prisa.

— Claro, claro. Sí.

— ¿Si del rato libre o de que debo esperar? —preguntó con expresión divertida. Yo parpadeé varias veces— ¿Te sientes bien?

— Sí, sí. Uh... —relamí mis secos labios— Papá, voy a salir.

Él asintió, era obvio que no iba a decir algo de todos modos. Me dedicó un gesto totalmente críptico, aunque de seguro detrás de toda esa máscara de seriedad estaba sonriendo. Mi nerviosismo siempre le hacía reír.

Le hice un gesto a Gerard para que me esperara y corrí a la trastienda a buscar mi chaqueta y mi teléfono celular. Regresé a gran velocidad también y luego pasé por sobre el mostrador para alcanzar a Gerard. Él cambió su peso de un pie a otro, y me miró con una de sus sonrisas más bellas.

platonic ・ frerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora