Isaías

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Hoy me han quitado, por fin, el yeso aparatoso que envolvía mi tobillo izquierdo y que me hacía tener que ducharme con una bolsa de plástico alrededor de él.

La verdad es que estaba cansada de no poder moverme, y aunque me han enviado los apuntes de la universidad, echo de menos asistir a clase. No es como si no hubiera podido hacerlo, pero mamá se ha empeñado en que me quedara en casa; tampoco he podido ir a trabajar, por lo que el tiempo ha pasado el doble de lento. Ada ha venido a verme alguna que otra vez, haciendo que al menos el calendario restara días con mayor brevedad.

Me duele un poco aún, pero no sé exactamente si es por un dolor real o si se trata de uno psicológico que ha creado mi mente para lograr que vaya con cuidado y evite hacerme daño de nuevo.

Me he leído por lo menos dos libros bastante gruesos en estas tres semanas y hasta creo que he cogido algo de peso, pero tampoco es como si eso me preocupara en exceso.

El reloj marca las doce y cinco de la noche y la luz de la Luna entra por la ventana, iluminando mi habitación levemente, como quien roza pero no acaricia. 

Cierro los ojos un momento, sintiendo la cama envolver mi perfil derecho y los abro de golpe cuando algo crea sombras en mis párpados, notando la falta de luz repentina. No hay nada, absolutamente nada parece haberlo causado.

Trato de relajarme pensando que tal vez haya sido algo movido por el viento y vuelvo a cerrar los ojos, calmando mi respiración de nuevo.

En estas semanas no ha ocurrido nada fuera de lo normal, por lo que empiezo a pensar que todo fue ilusorio y que realmente había droga en la copa que bebí. O tal vez simplemente mi mente se niegue a pensar que hay un mundo que yo no controlo y que no creo estar nunca preparada para descubrir.  O tal vez, y probablemente la opción más racional, me esté volviendo loca y no sepa distinguir entre sueño y vigilia, como Descartes. 

Pero entonces vuelve a ocurrir, una mota negra nubla la luz que irradia en mis párpados pero esta vez no desaparece. Y por un momento creo que no seré capaz de abrir mis ojos para enfrentarme, no sólo a quién lo esté causando, si no también a mis miedos. 

Pasan varios segundos en los que me debato entre si sí o si no, si abrir los ojos y dejar que lo que sea que esté detrás de mis párpados disuelva mi incertidumbre o por lo contrario, hacer que en realidad estoy dormida y dejar que el tiempo pase. Siempre he sido bastante curiosa, así que la segunda opción la descarto tras titubear varias veces.

Y cuando los abro, mis ojos alcanzan a ver una figura negruzca frente a mí; antes de que pueda siquiera gritar una mano tapa mi boca y sólo se escuchan gemidos apagados salir del interior de mi garganta. Me remuevo inquieta y su otra mano atrapa mi hombro, tratando de inmovilizarme, por lo que me retuerzo aún más. El tobillo me duele de nuevo y esta vez sé que no es mental y que lo estoy forzando, pero me da igual.

De repente mis movimientos bruscos paran cuando escucho su voz.

–Estáte quieta, Abi. – Y aunque lo susurra, su imperativo es tan contundente que involuntariamente me paralizo.-

Por su voz y su silueta es un hombre, y por su pelo hasta los hombros supongo que es el chico que me persiguió en sueños y a la salida de la discoteca, en resumidas palabras: el causante de que estuviera tres semanas postrada en una cama con la pierna izquierda inmovilizada. 

Una de sus manos ha abandonado mi cuerpo pero la otra sigue cubriéndome la boca, supongo que porque no se fía de que no vaya a gritar. Su mano libre se cierra, creando un circunferencia casi perfecta y entonces despliega el brazo, alargando los dedos en dirección a la lámpara de mi mesita de noche. Y entonces, un foco de luz intensa sale de su agraciado movimiento y baila en hondas hasta llegar allí, encendiendo la bombilla y mi incertidumbre. 

No sé cómo describir el torrente de emociones que se arremolinan en mi mente y estómago, porque no había sentido nunca nada parecido y mi cuerpo está reaccionando igual que frente a una vacuna: analizar, identificar y actuar. Aunque mi mente ha olvidado como hacer eso último. Y probablemente eso penúltimo también. Porque realmente no puedo identificar qué está ocurriendo y mucho menos darle una explicación.

–Pestañea, me estás preocupando. –Esta vez no susurra y su tono jocoso me da ganas de pegarle bien fuerte con lo primero que sea capaz de agarrar.–

Aparto su mano de mi boca y me siento de golpe, observándole.

–¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí y por qué? –No ha pasado ni un segundo pero hablo otra vez, ansiosa de empezar a entender al menos el quién.- Responde de una maldita vez. 

Él sólo ríe y niega con la cabeza.

–¿De qué ríes, demente? –Me atrevo a nombrarle.- ¿Qué te causa tanta maldita gracia?

Estoy furiosa, mucho. Se está mofando de mí y de mi desconocimiento de absolutamente todo lo que tiene que ver con él. 

–Me río de ti. ¿Cómo esperas que responda si no ha pasado ni medio segundo entre pregunta, insulto y pregunta? –Aunque luce serio el tono divertido en su voz no ha desaparecido.- 

Me mira y aprieta la lengua, cómo si estuviera saboreando algo. Su rostro se ha vuelto indescifrable y no sé qué pensar al respecto. Enarco una ceja, incitándolo a continuar.

–Sabes tan malditamente bien, caelum. –Dice con un tono sumamente íntimo, cómo si me estuviera contando un gran secreto, creando así que los bellos de los brazos se me ericen. - 

Se moja los labios con dilación; primero el inferior, luego el superior. Su mano viaja a mi mejilla con gracia y me acaricia, deleitándose con el temblar de mi labio debido a los nervios. Cierro los ojos, sin ser capaz de evitarlo y trato de recobrar el control que me ha arrebatado con tan sólo una inocente caricia.

–¿Quién eres? –Susurro, tan flojo y tan débil que por un momento pienso que no ha logrado oírme.- 

–No creo que estés preparada aún. 

La atmósfera a nuestro alrededor se siente liviana y por un momento la sensación me traiciona, permitiéndome pensar que estoy frente a alguien que he conocido durante toda mi escasa vida. Pero no hay ni un recuerdo en mí de él, ni uno sólo. Tampoco se siente como si hubiera visto a este chico matar a alguien frente a mí y tampoco se siente como si fuera a hacer eso mismo conmigo. Tal vez porque si hubiera querido matarme, lo habría podido hacer en incontables ocasiones; aún así aquí está, derribando el muro de mis miedos con sus suaves palabras.

–Por favor. –Suplico, recostando levemente mi mejilla en su palma, que sigue ahí des de la primera caricia.-

Larga un suspiro y sus ojos verdes me miran, dejando caer la mano posada hasta entonces en mi perfil. 

Nunca he visto un atractivo cómo el suyo en ninguna parte. Tan exótica, tan exclusiva, tan suya. Aunque viste cómo alguien mayor su edad debe rondar la mía, tal vez un poco más allá, pero no en exceso. Su pelo largo me habría parecido de lo más horrible en cualquier otra persona, pero en él sólo puede ser descrito cómo extremadamente... sexy. Sexy y misterioso. Como su aura, como su mirada y como las palabras que no me dice. 

Mira más allá de la ventana y vuelve a posar sus esmeraldas en mí, haciendo que un leve sonrojo bañe mis mejillas. Sonríe de lado y con su dedo pulgar e índice se agarra el labio, en un gesto que sólo puedo describir cómo cautivador. 

–Soy... –Empieza. Mis ojos se fijan más en él y asiento con la cabeza, apoyándole para que continúe. Necesito saber quién es.- Soy Isaías, Isaías Styles

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Para las que no sepáis latín, caelum es cielo.

Muchas gracias por votar y por leer, significa mucho para mí. Espero que estéis captando lo que quiero transmitir. 




Un ángel no puede morir | Harry S.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora