Despertares

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Era Miguel un joven solitario que gozaba de un encanto que hacía a hombres y mujeres derretirse sólo con mirar esos enormes ojos color azul cielo. Hasta su andar parecía digno de admirar, era todo un galán aunque sólo contaba con dieciséis años de edad. Pero en su vida había un  oscuro secreto que cada día se hacía más grande y aunque no le enorgullecía, cada vez se familiarizaba más con él, pues era la única forma en la que él pensaba que podría sobrevivir y al mismo tiempo mantener a su tosca madre que yacía siempre en un sofá en su pequeña casa humilde.

—¡Dónde has estado, he estado todo el día esperándote! —Recibió un grito de su madre cuando de un portazo cerró la puerta de su casa al entrar. Ya la luna alumbraba los alrededores de aquél pueblo solitario y casi desértico mientras un silencio tormentoso reinaba en él. Miguel lucía cansado y acalorado, como si acabase de correr dos kilómetros descalzo en un suelo implacablemente caliente.

—Mamá, aquí te traje tus medicinas para el dolor —dijo—, mientras le pasaba una bolsa pequeña que previamente se había sacado de los bolsillos con suma delicadeza, casi como si fuera a romperse, su mamá la agarró con fuerza y la destapó de inmediato para tragarse tres tabletas al mismo tiempo que eran del tamaño de una mosca.

Miguel se fue a su diminuta recámara, se duchó, vistió de forma muy galante y jovial y salió de nuevo con cuidado, no sin antes cobijar a su mamá quien estaba dormida en la sala emitiendo estruendosos ronquidos.

Antes de irse a las calles principales del pueblo a trabajar, le gustaba pasar unos momentos a solas en la laguna. Pensaba que era el lugar más bonito de todo el lugar y al llegar simplemente se sentaba en el césped y recostaba su espalda al tronco macizo de un árbol que con sus hojas parecía filtrar la luz de la luna. Pero ésa noche, no estaba completamente solo, y al sentirse observado, se escondió detrás del árbol y sentado sobre sus pantorrillas se asomó a la laguna, veía la sombra de alguien acercándose al agua que reflejaba con brillos intercalados la luna que en medio de un cielo color magenta brillaba sola y alumbraba hasta el más recóndito rincón de aquél caluroso lugar.

Los ojos de Miguel se impactaron al ver quién era el personaje misterioso: una bella señorita que mientras mojaba sus pies en el agua deslizaba con delicadeza sus manos sobre su cuerpo para zafarse del vestido blanco que traía puesto. Sus cabellos tan largos y rojizos se movían levemente antes de caer sobre su nívea espalda, como si ella misma poseyera una cándida brisa sobre su ser. Una vez desnuda, se metió lentamente en la laguna y Miguel se quedaba sin aliento sólo con mirarla, porque más que eso, la admiraba. Todo estaba silente hasta que un estornudo delató su escondite.

—¡Quién anda ahí! —Exclamó la señorita.

Miguel se sintió muy nervioso, por primera vez en muchos años y esa misma sensación no le dejó salir de detrás del árbol y ahí, inmóvil, le respondió.

—Me llamo Miguel, disculpa, no sabía que estabas aquí. Yo vengo todas las noches y nunca te había visto.

—Ya puedes salir —le respondió la señorita con el vestido ya puesto. Miguel salió de su escondite mostrándose muy nervioso y tímido. A ella le pareció simplemente encantador. Entonces, ahora con una sonrisa, le habló extendiéndole la mano graciosamente:

—Mi nombre es Luz —dijo ella.

—¡Luz! Es todo un placer, y de nuevo te ruego que me disculpes, no intentaba mirarte mientras te bañabas —respondió él.

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