I

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Un señor y su esposa que se dirigían de Tonbridge hacia esa parte de la costa de Sussex que hay entre Hastings y Eastbourne, inducidos por sus intereses a dejar el camino real y meterse por un camino abrupto, volcaron cuando subían penosamente la larga cuesta mitad piedra, mitad arena. El accidente ocurrió justo después de pasar la única casa señorial cercana al camino: casa que el cochero, al indicársele que fuese en esa dirección, había supuesto que era su destino, y tuvo que dejar atrás claramente contrariado. Había gruñido y se había encogido de hombros tantas veces, y había compadecido y sujetado a los caballos con tal brusquedad, que hubiera podido sospecharse que volcó a propósito (sobre todo teniendo en cuenta que el carruaje no era de su amo), si no fuera porque el camino empeoraba aún más a partir de las últimas dependencias de dicha casa... poniendo de manifiesto de manera más que elocuente que desde ese punto no había otras ruedas capaces de seguir con seguridad que las de carro. La lentitud de la marcha y la estrechez del carril impidieron que la caída fuera grave; y una vez que el caballero trepó y ayudó a su compañera, comprobaron que ni uno ni otro habían sufrido más que la sacudida y alguna contusión. Pero el caballero se torció un tobillo al salir; y al notarlo de repente, se vio obligado a interrumpir sus amonestaciones al cochero, sus felicitaciones a su esposa y a sí mismo, y a sentarse en el terraplén, incapaz de permanecer de pie. 

—Creo que me he hecho daño aquí —dijo, llevándose la mano al tobillo—; pero no importa, querida —mirándola con una sonrisa—: no podía haber ocurrido en mejor sitio; no hay mal que por bien no venga. Quizá haya sido lo más deseable. En seguida tendremos ayuda. Estoy seguro de que allí me curarán —señalando el extremo de una casa preciosa que descollaba románticamente entre los árboles, en lo alto de una eminencia, a poca distancia—. ¿Acaso no promete ser el lugar más idóneo?

Su esposa expresó su ferviente esperanza de que lo fuera... pero estaba asustada y nerviosa, y se sentía incapaz de hacer o sugerir nada; y su primer alivio de verdad fue descubrir que acudían varias personas a prestar ayuda. Habían visto el accidente desde un campo de heno contiguo a la casa que habían pasado; y los que se acercaban eran un hombre fuerte, apuesto y caballeroso de mediana edad, propietario del lugar, que en ese momento se hallaba casualmente entre sus segadores, y tres o cuatro de éstos, los más fornidos, a los que su amo había llamado para que ayudasen, sin contar el resto del campo, hombres, mujeres y niños, que se hallaban no lejos de allí.

El señor Heywood, que así se llamaba el propietario, se adelantó con un cortés saludo, muy preocupado por el accidente, un poco sorprendido de que alguien se aventurase en coche por ese camino, y vivos ofrecimientos de ayuda. Su gentileza fue acogida con gratitud y educación; y mientras uno o dos hombres ayudaban al cochero a enderezar el coche, dijo el viajero:

—Es usted muy amable, señor, y acepto su ofrecimiento. Creo que el daño de la pierna carece de importancia, pero en estos casos siempre es mejor tener cuanto antes la opinión del cirujano; y como el camino no parece que esté en condiciones para que pueda andar hasta su casa por mi propio pie, le agradecería que mandara a una de estas buenas personas por el cirujano.

—¿Por el cirujano, señor? —contestó el señor Heywood—. Me temo que no va a encontrar ningún cirujano por aquí cerca; aunque creo que nos arreglaremos muy bien sin él.

—De ningún modo, señor; si él no está disponible, su socio me puede atender igual... o mejor. La verdad es que me gustaría que me viera su socio; lo preferiría. Uno de estos buenos hombres puede ir a traerle en un par de minutos. No hace falta preguntar dónde vive —mirando hacia la casa—, porque aparte de la de usted, no hemos cruzado ante ninguna casa en este lugar que pueda considerarse digna de un caballero.

El señor Heywood le miró con asombro, y contestó:

—¡Cómo, señor! ¿Espera encontrar un cirujano en esa casa? Le aseguro que no tenemos ni cirujano ni socio de cirujano en todo el contorno.

Jane Austen - SanditonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora