No había transcurrido una semana desde que a la señorita Diana Parker le había dicho su instinto que el aire del mar podía ser fatal para ella dado su actual estado, y sin embargo estaba ahora en Sanditon dispuesta a pasar unos días sin acordarse en absoluto haber escrito o pensado tal cosa. A Charlotte le era imposible no sospechar que tan extraordinario estado de salud tenía una gran parte de imaginación. Los trastornos y las recuperaciones eran de lo más inusitados, parecían más diversión de un espíritu inquieto y ocioso que efectivas dolencias y alivios. Los Parker eran sin duda una familia imaginativa y de sentimientos vivos, y así como el hermano mayor desahogaba su exceso de inquietud en sus actividades como proyectista, sus hermanas se veían empujadas quizá a emplear la suya inventándose extrañas afecciones.
N o toda su viveza mental la canalizaban de ese modo, por supuesto; una parte la dedicaban al empeño en ser útiles. Al parecer debían estar ocupadas en ayudar a otros, o bien sumidas en una grave enfermedad. Cierta debilidad natural de constitución, unida a una desafortunada afición a la medicina, sobre todo a la medicina popular, les había creado una temprana propensión, en diversas etapas de la vida, a diversas enfermedades: el resto de sus dolencias se debían a la imaginación, al deseo de llamar la atención y al amor a lo prodigioso. Tenían un corazón caritativo y multitud de sentimientos amables. Pero en todas sus acciones abnegadas participaba un espíritu de desasosegada actividad, y un prurito por hacer más que nadie... y había vanidad en todo lo que hacían, así como en todo lo que soportaban.
El señor y la señora Parker pasaron gran parte de la velada en el hotel; pero Charlotte vio cruzar dos o tres veces a la señorita Diana por la colina, buscando casa para esa dama a la que no había visto nunca, y que no le había pedido tal favor. A los otros no los conoció hasta la mañana siguiente en que, ya instalados, y puesto que seguían sintiéndose bien, insistieron al hermano, a la cuñada y a ella misma en que fuesen a tomar el té con ellos.
Ocupaban una de las casas de la Terraza, y Charlotte los encontró arreglados para la velada en un salón pequeño y elegante, con una hermosa vista al mar, si hubieran querido disfrutar de ella... Pero a pesar de haber hecho un hermoso día inglés, no sólo no tenían una sola ventana abierta, sino que el sofá, la mesa, y la disposición en general se hallaban en el otro extremo del salón, junto a un fuego animado. La señorita Parker, a la que Charlotte se acercó con cierta respetuosa compasión —recordando las tres muelas que le habían sacado en un día—, no era muy diferente de su hermana en figura y modales; aunque se la veía más delgada y estropeada a causa de las enfermedades y las medicinas, y tenía un aire más relajado, y una voz más apagada. No obstante, se pasó la velada hablando sin parar, igual que Diana; y salvo estar sentada con las sales en la mano, tomar dos o tres veces unas gotas de uno de los varios frasquitos que ya había desplegado en la repisa de la chimenea, y hacer gran cantidad de muecas y contorsiones extrañas, Charlotte no consiguió notar ningún síntoma de enfermedad que ella, con el atrevimiento que le daba su propia salud, no hubiera intentado curar apagando el fuego, abriendo la ventana, y tirando a la basura las gotas y las sales. Había sentido gran curiosidad por conocer al señor Arthur Parker. Y dado que le había imaginado un joven de aspecto enfermizo y endeble, se asombró al descubrirle tan alto como su hermano y mucho más fuerte: ancho, robusto, y sin otra anomalía que una piel empapada.
Diana era evidentemente la cabeza de la familia; la principal motora y actora: había estado de aquí para allá toda la mañana, ocupada en la gestión de la señora Griffiths o en la de ellos, y aún era la más activa de los tres. Susan sólo se había encargado de supervisar la mudanza final del hotel llevando dos pesadas cajas, y Arthur había encontrado el aire tan frío que se había limitado a ir de una casa a la otra lo más deprisa posible, y alardeó mucho de permanecer sentado junto al fuego hasta que se inventó una buena excusa; Diana, cuyo ejercicio había sido demasiado doméstico para ser digno de importancia, pero que, según sus propias palabras, llevaba siete horas sin sentarse ni una sola vez, confesó que estaba un poco fatigada. Había conseguido su propósito, aunque a base de mucho cansancio; porque no sólo había apalabrado por fin una casa apropiada para la señora Griffiths por ocho guineas a la semana a costa de andar de aquí para allá y de allanar mil dificultades; además se había puesto en contacto con cocineras, criadas, lavanderas y sirvientas de baño, a fin de que la señora Griffiths, a su llegada, tuviera poco más que hacer que mover la mano para juntarlas a su alrededor y escoger. Su último esfuerzo había sido escribir unas líneas atentas informando a la propia señora Griffiths, dado que la escasez de tiempo no le permitía extenderse en una relación detallada de lo efectuado hasta aquí, y ahora se recreó en las delicias de haber abierto los primeros cauces de una amistad cumpliendo con tan inesperada obligación.
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Jane Austen - Sanditon
RomanceEl Sr. Parker, el hombre más reconocido de un pequeño pueblo costero llamado Sanditon, sufre un accidente lejos de su casa y la familia Heywood le acoge a él y a su esposa. Después de trazar una fuerte y hermosa amistad, la familia Parker se llevan...