IX

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Un día, poco después de su llegada a Sanditon, al subir de la playa a la Terraza, Charlotte tuvo el placer de descubrir un coche de caballero con caballos de posta ante la puerta del hotel, con pinta de acabar de llegar; y por la cantidad de equipaje que descargaban y entraban, se trataba con toda probabilidad de alguna familia respetable dispuesta a pasar una larga temporada.

Encantada de tener tan buena noticia para el señor Parker y su esposa, que habían subido a casa hacía rato, prosiguió hacia Trafalgar House con toda la energía que le quedaba después de contender durante las dos horas anteriores con un viento bastante fuerte que soplaba directamente en la playa; pero no bien llegó a la pequeña parcela de césped, vio que detrás de ella, a no mucha distancia, caminaba ágilmente una dama. Convencida de que no la conocía, decidió apretar el paso y meterse en casa antes que ella. Pero la celeridad de la desconocida no le permitió cumplir su propósito: había subido la escalinata y había tocado la campanilla, pero la puerta no se abría. Entretanto, la otra cruzó el césped; y cuando apareció el criado, estaban ambas igualmente en disposición de entrar en la casa.

La naturalidad de la dama, su: «¿Cómo está, Morgan?», y la expresión de Morgan al verla, asombraron momentáneamente a Charlotte; pero un instante después acudió el señor Parker al vestíbulo a recibir a su hermana, a la que había visto desde el salón; y acto seguido presentó a Charlotte a la señorita Diana Parker. Su llegada causó una sorpresa grandísima, pero más grande aún fue la alegría. No pudo ser más cálido el recibimiento que le dispensaron marido y mujer: «¿Cómo has venido?», y «¿Con quién?». ¡Y cuánto se alegraban de que se hubiese animado a hacer el viaje! Y tenía que quedarse con ellos, eso estaba fuera de toda discusión.

La señorita Diana Parker tenía unos treinta y cuatro años, era delgada, de estatura mediana, y de aspecto más delicado que enfermizo; con un rostro agradable y unos ojos muy vivos, sus modales naturales y francos se asemejaban a los de su hermano, aunque había más decisión y menos suavidad en el tono de su voz. Empezó a hablar de sí misma sin preámbulos: les daba las gracias por la invitación, pero era de todo punto imposible, porque habían venido los tres, y habían pensado alquilar una casa para estar algún tiempo.

—¿Los tres? ¡Cómo! ¿Susan y Arthur? ¡Susan es muy capaz de haber venido también! ¡Pero esa noticia es buenísima!

—Sí, efectivamente, hemos venido los tres. Ha sido completamente inevitable. No podía hacerse otra cosa. Luego lo sabrás todo. Pero Mary, querida, llama a los chicos: estoy deseando verlos.

—¿Cómo ha soportado Susan el viaje? ¿Y cómo está Arthur? ¿Y por qué no han venido contigo? 

—Susan lo ha soportado maravillosamente. No había pegado ojo ni la noche antes de ponernos en camino, ni anoche en Chichester; y como eso en ella no es tan corriente como en mí, me tenía muy recelosa... Pero ha aguantado maravillosamente, sin histerismos de importancia, hasta que hemos tenido a la vista el pobre y viejo Sanditon; y aun entonces, el ataque no ha sido demasiado violento: casi se le había pasado cuando llegamos a vuestro hotel. Así que la hemos bajado del coche muy bien, con la sola ayuda del señor Woodcock. Y cuando la he dejado, estaba dirigiendo el traslado del equipaje y ayudando al viejo Sam a deshacer los baúles. Os manda todo su cariño, con mil excusas por no haber podido venir. Y en cuanto al pobre Arthur, no es que no le haya apetecido, sino que hace tanto viento que ha pensado que no podía arriesgarse a venir. Porque estoy segura de que le está rondando un lumbago, así que le he ayudado a ponerse el gabán y le he mandado a la Terraza, a que tome posesión de las habitaciones. La señorita Heywood ha tenido que ver nuestro coche delante del hotel. He adivinado que era la señorita Heywood en cuanto la he visto delante de mí en la colina. ¡Mi querido Tom, me alegro muchísimo de verte andar tan bien! Deja que te toque el tobillo. Está bien; está pero que muy bien. Tienes muy poco afectado el movimiento de los tendones: apenas se nota. Bueno; y ahora os voy a explicar por qué estoy aquí. En mi carta os hablaba de las dos familias numerosas que me proponía mandaros: los indianos y el internado.

Jane Austen - SanditonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora