II

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No fue ni breve ni superficial la amistad iniciada de esta extraña forma. Porque los viajeros tuvieron que permanecer catorce días en Willingden: la torcedura del señor Parker resultó ser demasiado seria para ponerse en viaje antes: había caído en buenas manos. Los Heywood eran una familia de lo más honorable, y prestaron al marido y la esposa todas las atenciones posibles de manera amable y natural. Él fue atendido y cuidado, y ella confortada y consolada con incansable solicitud. Y como todas las muestras de hospitalidad y simpatía fueron recibidas como correspondía, y hubo tan buena voluntad por una parte como gratitud por la otra, y tan buenas maneras en las dos, acabaron simpatizando maravillosamente en el transcurso de esas dos semanas.

No tardó el señor Parker en dar a conocer su reputación y su historia. Todo cuanto sabía de sí lo contó de buen grado, dado que era de carácter abierto; y en lo que él mismo ignoraba, su conversación siguió facilitando información a los miembros de la familia Heywood con capacidad de observación. Esto puso de relieve que era un entusiasta... y tratándole de Sanditon, un entusiasta total. Sanditon: parecía que la razón de su vida era el éxito de Sanditon como pequeña estación balnearia de moda. Muy pocos años antes, era sólo un pueblecito apacible y sin pretensiones; pero determinadas ventajas naturales de su situación y determinadas circunstancias accidentales les habían sugerido a él y a la otra persona terrateniente principal la posibilidad de convertirlo en una especulación rentable, se habían lanzado a ello, habían planificado y construido, y alabado y difundido, y lo habían transformado en un lugar de actualidad y renombre. Y ahora el señor Parker era capaz de pensar en muy pocas cosas más.

Las referencias que en conversación más directa desgranó ante ellos eran que tenía treinta y cinco años, que llevaba siete casado —muy felizmente casado—, y que en casa tenía cuatro hijos adorables; que provenía de una familia muy respetable y tenía una holgada aunque no cuantiosa fortuna, que no ejercía ninguna profesión, al haber heredado como hijo mayor la propiedad que dos o tres generaciones habían mantenido y aumentado antes que él; que tenía dos hermanos y dos hermanas, los cuatro solteros e independientes, y que el mayor de los dos primeros, gracias a una herencia colateral, poseía tantos medios como él.

Asimismo explicó que su propósito al dejar el camino real era dar con un cirujano que se anunciaba: no porque tuviese la deliberada intención de torcerse un tobillo ni infligirse daño alguno en beneficio del tal cirujano, ni —como el señor Heywood estaba dispuesto a suponer— a ningún propósito de asociarse con él: tan sólo se debía al deseo de llevar un médico a Sanditon, cosa que el carácter del anuncio le hacía esperar conseguir en Willingden. Estaba convencido de que la ventaja de contar con un médico contribuiría enormemente al auge y prosperidad del lugar: traería de hecho una gran afluencia: no haría falta nada más. Tenía buenos motivos para creer que el año anterior una familia había renunciado a ir a Sanditon por esa razón; probablemente habían renunciado muchas más, y no era de esperar que sus propias hermanas, que por desgracia eran inválidas, y a las que estaba deseoso de tener en Sanditon este verano, se arriesgaran a ir a un sitio donde no podían contar con inmediata asistencia médica.

En general, el señor Parker era evidentemente un hombre amable y hogareño, cariñoso con su esposa, sus hijos y sus hermanos, afable, liberal, caballeroso y fácil de contentar, de espíritu optimista, y con más imaginación que juicio. En cuanto a la señora Parker, era evidentemente una mujer dulce, bondadosa, de temperamento apacible, la esposa más apropiada del mundo para un hombre de entendimiento vigoroso, aunque era incapaz de aportar la fría reflexión que su marido necesitaba a veces, de manera que esperaba que se la guiase en todas las situaciones, y tanto si él arriesgaba su fortuna como si se torcía el tobillo, era igualmente inútil. 

Sanditon era para él una segunda esposa y cuatro hijos: lo quería muy poco menos, y desde luego le absorbía mucho más. Podía estar hablando de Sanditon eternamente. Desde luego tenía todos los derechos; no sólo el que le otorgaba el haber nacido en él, y tener allí sus propiedades y su hogar: además era su mina, su lotería, su especulación, su chifladura, su pasatiempo, su esperanza y su futuro. Ardía en deseos de llevar allí a sus buenos amigos de Willingden; y sus esfuerzos en ese sentido eran cordiales y desinteresados a la vez que entusiastas. 

Quería sacarles la promesa de una visita, tener a cuantos miembros de la familia cabían en su casa, y que le siguieran a Sanditon lo más pronto posible; y dado que eran personas sanas, auguraba que a todos les iba a sentar maravillosamente el mar. Sostenía que nadie podía sentirse bien de verdad, que nadie —por mucho que mantuviese una apariencia de salud con la eventual ayuda del ejercicio y el ánimo — podía encontrarse en un estado constante y permanentemente sano si no pasaba cuando menos seis semanas al año junto al mar. Eran casi infalibles el aire marino y el baño de mar; tanto el uno como el otro eran enemigos de toda dolencia, ya fuera del estómago, de los pulmones o de la sangre; eran antiespasmódicos, antipulmonares, antiescépticos, antibiliosos y antirreumáticos; nadie se acatarraba junto al mar; nadie carecía de apetito junto al mar; nadie carecía de ánimo, nadie carecía de fuerza. Eran saludables, lenitivos, relajantes, tonificantes, vigorizantes: unas veces una cosa, otras otra. Si fallaba la brisa marina, el remedio seguro era el baño de mar; y cuando el baño no convenía, la cura que la naturaleza prescribía era, sin dudarlo, la brisa marina.

No obstante, no consiguió triunfar su elocuencia. El señor y la señora Heywood no salían nunca de casa. Casados a edad temprana y padres de numerosa familia, sus movimientos se limitaban desde hacía años a un pequeño círculo, y sus hábitos eran propios de personas de más edad: salvo un par de viajes a Londres que hacía al año para recoger sus dividendos, el señor Heywood no se alejaba de su casa más de lo que sus pies o su viejo y cansado caballo le podían llevar; y en cuanto a las expediciones de la señora Heywood, ahora se reducían a visitar de vez en cuando a sus vecinas en el coche que había sido nuevo cuando se casaron, y habían vuelto a tapizar cuando el hijo mayor alcanzó la mayoría de edad hacía diez años. Tenían una hermosa propiedad: suficiente, de haber sido la familia de proporciones razonables, para haberse permitido la vida de lujo y de cambios digna de un caballero; suficiente para haberse permitido un coche nuevo, mejores caminos, algún que otro mes en Tunbridge Wells, algún síntoma de gota y algún invierno en Bath; pero alimentar, educar y vestir a catorce hijos exigía un estilo de vida tranquilo, sosegado, y prudente... y les obligaba a permanecer clavados y sanos en Willingden.

Lo que al principio había impuesto la prudencia, el hábito lo hacía ahora agradable. Jamás dejaban la casa, y les producía satisfacción decirlo. Pero lejos de desear que sus hijos hicieran lo mismo, les gustaba animarlos a que saliesen al mundo lo más posible. Ellos se quedaban en casa para que pudiesen salir sus hijos; y a la vez que hacían el hogar sumamente agradable, se alegraban de cualquier cambio en él que favoreciese unas relaciones provechosas o unas amistades respetables a los hijos y las hijas. Así que cuando el señor y la señora Parker dejaron de insistir en que les visitase la familia, y limitaron sus pretensiones a llevarse una hija con ellos, no pusieron ningún impedimento. La satisfacción y el consentimiento fueron totales.

Su invitación fue para la señorita Charlotte Heywood, una joven muy agradable de veintidós años, la mayor de las hijas, la cual, por indicación de la madre, había estado especialmente solícita y amable con ellos, y los había atendido y tratado más. Debía ir Charlotte, de excelente salud, a bañarse y mejorar si era posible, y disfrutar de cuantos placeres ofrecía Sanditon, por agradecimiento de aquellos con quienes iba, y comprar en la biblioteca circulante nuevas sombrillas, nuevos guantes y nuevos broches para sus hermanas y para sí misma, cosa que el señor Parker estaba deseoso de apoyar. 

En cuanto al señor Heywood, lo más que accedió a prometer fue que recomendaría Sanditon a quienes le pidieran consejo, y que nada le induciría jamás (en la medida en que podía responder del futuro) a gastarse ni cinco chelines en Urinshore.

Jane Austen - SanditonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora