VIII

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Las dos damas siguieron paseando hasta que se les unieron los demás, que salieron de la biblioteca seguidos de un joven Whitby corriendo con cinco libros bajo el brazo hasta el calesín de sir Edward. Y sir Edward, acercándose a Charlotte, dijo:

—Puede imaginar en qué hemos estado ocupados. Mi hermana quería que la ayudara a escoger algunos libros. Tenemos un montón de horas libres y leemos bastante. Aunque no soy de los que leen por leer. Tengo el concepto más peyorativo de las novelas vulgares de la biblioteca circulante. Jamás me oirá recomendar esas obras pueriles, que se limitan a exponer principios discordantes que luego no consiguen armonizar, o tramas de sucesos ordinarios de los que no se extrae una sola conclusión útil. En vano las metemos en el alambique literario: no destilamos nada que pueda sumarse a la ciencia... No sé si me comprende.

—No estoy segura del todo. Pero si me describe la clase de novelas que sí aprueba, quizá me dé una idea más clara.

—Con mucho gusto, mi gentil preguntante. Las novelas que apruebo son aquellas que exponen con grandeza la naturaleza humana: como las que revelan la sublimidad de los sentimientos intensos, como las que muestran la evolución de las pasiones desde que su germen se insinúa en el clima propicio hasta el casi destronamiento de las energías supremas de la razón, donde vemos cómo la chispa vigorosa del encanto femenino enciende tal fuego en el alma del hombre que le empuja (aún a riesgo de transgredir la línea estricta de las obligaciones primeras) a arrostrarlo todo por conseguirla. Ésas son las obras que leo con placer y, creo que puedo decir, con aprovechamiento. Hacen espléndidas descripciones de las ideas más elevadas, de las opiniones más libres, del ardor más infinito, de las decisiones más indomables; incluso cuando el episodio es antipropicio para las elevadas maquinaciones del personaje principal, del poderoso y omnipresente héroe de la historia, nos llena de emociones generosas por él: nos paraliza el corazón. Sería pseudofilosófico afirmar que no nos sentimos más embargados por la brillantez de su carrera que por las virtudes tranquilas y morbosas de cualquier personaje opuesto. Nuestra aquiescencia a este último no es sino limosnera. Ésas son las novelas que ensanchan las capacidades fundamentales del corazón, y que el sentido no puede impugnar, ni desechar el temperamento de un hombre versado y antipueril.

—Si le he comprendido bien —dijo Charlotte—, nuestro gusto en novelas dista mucho de ser igual. Y aquí tuvieron que separarse, ya que la señorita Denham estaba demasiado cansada para dar un paso más.

Lo cierto era que sir Edward, al que las circunstancias habían tenido confinado mucho tiempo en un mismo lugar, había leído más novelas sentimentales de las que estaba dispuesto a reconocer. Por lo visto le habían cautivado los pasajes más apasionados y condenables de Richardson; y los seguidores de Richardson, en lo que se refiere a la clara persecución de la mujer por el hombre desafiando todo sentimiento y decoro, habían acaparado la mayor parte de sus horas de lectura y formado su carácter... Con una perversidad de juicio atribuible a su no muy sentada cabeza, en sir Edward pesaban más la gracia, el espíritu, la sagacidad y la perseverancia del malvado de la historia que todos sus absurdos y todas sus atrocidades. Para él, tal conducta era consecuencia del genio, el fuego y el sentimiento: le cautivaba, le inflamaba y siempre deseaba fervientemente que triunfara, y lamentaba sus fracasos con más ternura de lo que podían haber previsto los autores.

Aunque debía muchas de sus ideas a esta clase de lecturas, sería injusto decir que no leía otra cosa, o que su conversación no la constituían conocimientos más generales de la moderna literatura. Leía todos los ensayos, cartas, crónicas de viajes y críticas del día... Y con la misma mala suerte que tendía a extraer sólo falsos principios de las lecciones de moral, e incitaciones al vicio de la historia de la ruina de éste, guardaba en su memoria sólo palabras fuertes y frases enrevesadas del estilo de nuestros autores más reconocidos.

El gran objetivo de sir Edward en la vida era ser seductor. Con los méritos personales de que se sabía poseedor, y el talento que también se atribuía, lo consideraba una obligación. Creía que estaba hecho para ser un hombre peligroso: totalmente en la línea de los Lovelace [Lovelace: el pérfido libertino de Clarissa Harlowe (1748), novela de Samuel Richardson.]. El mismo nombre de sir Edward, pensaba, ejercía ya cierta fascinación. Ser galante en general y asiduo con las bellas, hablar con refinamiento a toda joven bonita, no era sino la parte menos importante del papel que estaba llamado a representar. Tenía derecho —según su propia noción de la sociedad— a abordar a la señorita Heywood, y a cualquier mujer con pretensiones de belleza, por poco que la conociera, con toda la galantería y admiración; pero era con Clara con la única que sus intenciones eran serias; era a Clara a la que pretendía seducir.

Estaba decidido a seducirla. La misma situación de ella lo estaba pidiendo. Era su rival en el favor de lady Denham, era joven, encantadora y dependiente. Había comprendido muy pronto la necesidad de hacerlo, y llevaba bastante tiempo tratando de impresionar su corazón y socavar sus principios con cauta asiduidad. Clara se había dado cuenta y no tenía la menor intención de dejarse seducir, pero le soportaba con la suficiente paciencia para confirmar la clase de afecto que sus encantos personales habían despertado. Aunque en realidad no habría afectado a sir Edward haber encontrado en ella más oposición. Estaba armado contra toda suerte de desdenes o aversiones. Si no la ganaba por el afecto, la raptaría. Sabía lo que tenía que hacer. Había pensado ya muchas veces en esto. Si se veía obligado a actuar, llevaría a cabo algo nuevo, por supuesto; superaría a los que le habían precedido... Y tenía gran curiosidad por averiguar si encontraría en Tombuctú una casa solitaria apta para recibir a Clara. Pero, ¡ay!, el coste de tan fastuosas medidas se conjugaba muy mal con su bolsa; de modo que la prudencia le obligaba a preferir un género de ruina y deshonra para la que era objeto de sus afectos, más callado que ruidoso.

Jane Austen - SanditonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora