XI

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No valió de nada. Todas las seguridades que la estirpe entera de los Parker pudo darse a sí misma no pudieron producir una catástrofe más afortunada que la familia de Surrey y la familia de Camberwell fueran una y la misma: los ricos indianos y el internado de señoritas habían llegado a Sanditon en aquellos dos coches de alquiler. La señora Griffiths que en manos de su amiga la señora Darling había vacilado a última hora y no se había sentido con ánimos de afrontar el viaje era la misma señora Griffiths cuyos planes habían quedado totalmente decididos para las mismas fechas (con otra mediación), y no tenía ningún temor ni dificultad.

Toda esta aparente incongruencia en las informaciones de los dos grupos podía atribuirse muy bien a la vanidad, ignorancia, o coladuras de las muchas personas que habían intervenido en la causa en favor de los cuidados y desvelos de la señorita Diana Parker. Sus amigas eran sin duda tan oficiosas como ella, y el asunto había dado pie a suficientes cartas, extractos y mensajes como para que todo pareciese lo que no era. Probablemente la señorita Diana se sintió un poco violenta al principio al tener que reconocer su error. Haber hecho un largo viaje desde Hampshire para nada, haber decepcionado a su hermano, haber alquilado una casa cara por una semana, tuvieron que hacerla reflexionar... Y lo que era mucho peor: debió de tener la impresión de que era menos sagaz e infalible de lo que se creía. 

Ningún aspecto del asunto, sin embargo, pareció atormentarla mucho tiempo. Había tantos entre quienes repartir la vergüenza y la culpa, que una vez distribuidas las partes correspondientes entre la señora Darling, la señorita Capper, Fanny Noyce, la señora Charles Dupuis y el vecino de la señora Charles Dupuis, sólo quedó para ella una insignificancia. El caso es que a la mañana siguiente se la vio andar de un lado para otro acompañada de la señora Griffiths, en busca de alojamiento, tan activa como siempre.

La señora Griffiths era una mujer muy seria y distinguida que se ganaba la vida acogiendo jovencitas y señoritas necesitadas de profesoras para terminar su educación, o de un hogar para exhibir sus merecimientos. Tenía algunas más a su cuidado aparte de las tres que había traído a Sanditon, pero ahora estaban ausentes. De estas tres, y de todas, la señorita Lambe era sin comparación la más importante y valiosa, dado que pagaba en consonancia con su fortuna: tenía unos diecisiete años, era medio mulata, delicada y sensible al frío, traía doncella propia, debía adjudicársele la mejor habitación, y también era el factor más importante en todos los planes de la señora Griffiths.

Las otras dos, las señoritas Beaufort, eran de las normales y corrientes que se pueden encontrar en una familia de cada tres por todo el reino: tenían un cutis pasable, una figura llamativa, un modo de andar recto y decidido y la mirada segura; eran muy refinadas y muy ignorantes, y distribuían su tiempo en ocupaciones que causaban admiración, y en tareas y actividades que requerían destreza, por lo que podían permitirse vestir en un estilo muy superior al que debía corresponderles: eran de las primeras en adoptar los cambios de la moda, y su meta era cautivar a algún hombre que tuviera mucha más fortuna que ellas.

La señora Griffiths había preferido un pueblecito pequeño y retirado como Sanditon para la señorita Lambe; y las señoritas Beaufort, que naturalmente hubieran preferido cualquier cosa a la pequeñez y al retiro, como en la primavera se habían visto obligadas a afrontar el gasto inevitable de seis vestidos nuevos para una visita de tres días, tuvieron que conformarse con Sanditon también, en tanto se recobraban sus economías. Aquí, con el alquiler de un arpa para la una, la compra de papel de dibujo para la otra, y todos los adornos y vestidos que ya pudieron encargar, pensaban ser muy ahorrativas, muy elegantes y muy recogidas; con la esperanza, por parte de la señorita Beaufort, de ganar elogio y celebridad entre cuantos cruzaran al alcance de los sones de su instrumento, por parte de la señorita Letitia, la curiosidad y la admiración de cuantos se acercaran a ella mientras trazaba bocetos... y por la de las dos, el consuelo de proponerse ser las jóvenes con más estilo del lugar. La especial presentación de la señora Griffiths a la señorita Diana Parker les proporcionó inmediatamente el conocimiento de la familia de Trafalgar House y de los Denham; y las señoritas Beaufort se sintieron muy pronto encantadas con «el círculo en el que se movían en Sanditon», por utilizar una frase apropiada, ya que ahora todo debía «moverse en círculo»; movimiento rotatorio al que habría que atribuir quizá el vértigo y los pasos en falso de muchos.

Lady Denham tenía otros motivos para visitar a la señora Griffiths, además de su consideración a los Parker: la señorita Lambe cumplía precisamente los requisitos de dama jovencísima, delicada y rica que había estado esperando; y trabó conocimiento por mor de sir Edward, y de sus burras lecheras. Habría que ver cómo respondería a las expectativas del baronet, pero en cuanto a los animales, no tardó en comprobar que todos los beneficios que había calculado iban a ser vanos. La señora Griffiths no permitía a la señorita Lambe el menor síntoma de decaimiento, ni enfermedad alguna que la leche de burra tuviera posibilidad de aliviar. «La señorita Lambe está bajo los cuidados constantes de un médico experto, y debe seguir sus prescripciones al pie de la letra.» Y salvo ciertas píldoras tonificantes que una prima suya le suministraba, la señora Griffiths jamás se desviaba de la estricta norma medicinal.

La casa en la que la señorita Diana Parker tuvo la satisfacción de acomodar a sus nuevas amigas estaba en el extremo de la Terraza, y dado que desde enfrente dominaba el recorrido favorito de todo el que visitaba Sanditon, y desde un lado lo que ocurría en el hotel, el sitio no podía ser más favorable para el retiro de las señoritas Beaufort. Así que, bastante antes de que estuvieran provistas de instrumento y de papel de dibujo, dadas sus frecuentes apariciones en las ventanas bajas de la planta superior para cerrar y abrir las persianas, regar un tiesto del balcón o mirar al vacío con un catalejo, habían hecho que muchos ojos se sintieran atraídos hacia arriba, y que muchos mirones volvieran a mirar.

Cualquier pequeña novedad tiene un efecto grande en un pueblo tan pequeño; las señoritas Beaufort, que en Brighton no habrían sido nada, no podían salir sin llamar la atención; y hasta el señor Arthur Parker, poco dispuesto a hacer esfuerzos extras, cada vez que iba a ver a su hermano, salía siempre de la Terraza por delante de esta casa del final, a fin de ver a las señoritas Beaufort, aunque esto le suponía un rodeo de casi medio kilómetro y añadía dos tramos de escalinata a la subida a la colina.

Jane Austen - SanditonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora