CAPÍTULO X
SOBRE LA DAMA DEL LAGO
Y EL CONJURO QUE LA MANTENÍA PRISIONERA
Todavía no han salido de su asombro, cuando la figura, de forma y rostro femeninos, se dirige a ellos con melodiosa y mágica voz.
―¡Muéstrame el Corazón de Oro!
―¿¡El Corazón de Oro!? –El enano retrocede, ocultando la preciada joya bajo su sucio sombrero―. ¿Qué Corazón de Oro? –Sonríe tímidamente, mostrando sus blancos dientecitos.
―Vamos, Tirvi, dale el Corazón –Tair, paciente, empuja a su amo con el hocico, haciéndole caer al suelo, y perder el gorro –la señora sólo desea echarle una miradita.
―¿Una miradita…? –Con gran pesar, Tirvi se acerca a la bella mujer surgida de las aguas, con el Corazón de Oro en la palma de la mano.
―Gracias, valeroso Tirvi –ella extiende su mano, y recoge la joya con suma delicadeza―; te debo mucho más de lo que puedas imaginar ―entre sus blancos dedos, el bello Corazón parece brillar con más fuerza, para apagar su luz poco más tarde, quedando convertido en un simple trozo de metal sin valor, que cae al lago, para hundirse en sus cristalinas aguas.
―¡El Corazón! –Espantado, el pequeño ladronzuelo se lanza al agua, dispuesto a recuperar el botín perdido―. ¿¡Se ha vuelto loca!? –Tras unos segundos de intensa búsqueda bajo las aguas, Tirvi vuelve a la superficie, portando en su mano izquierda el pequeño Corazón de metal―. ¿Ves lo qué has hecho?
―Disculpa, sé lo mucho que te has arriesgado para conseguirlo –la mujer acuática inclina su cabeza en señal de arrepentimiento y después, sale del agua, tras adquirir una estatura más humana―, pero has de saber que con tu gesto me has liberado de mi largo y terrible cautiverio, en el que Barkel me mantenía por más de trescientos años –las hermosa dama del lago se agacha para acariciar la cabeza de Tair, que lame su mano, y gruñe cariñosamente.
―¡Vaya, tú también vas a ponerte de parte de esa…!
―¡Por favor, Tirvi! –El animal baja la cabeza, y lame también a su dueño, empapándolo de arriba abajo con su saliva―; Yo nunca te traicionaría, pero debes comprender que no hay nada que temer de ella.
―No, ya me lo dijo mi abuelo: “Nunca te fíes, y mucho, menos te unas a nadie que mida más de cincuenta centímetros”.
―¡Era muy saaabio tu abuelo! –Tair, sin prestar mucha atención al enano, le da la espalda, y se tiende junto a la mujer surgida del lago―. ¿Tú qué opinas, princesita?
―Yo…, creo que es muy bonita…, y simpática, además, se la ve tan sumamente feliz de estar de nuevo libre –Yirin levanta sus lindo ojos en actitud pensativa, y suspira.
―¡No tenéis remedio! –Bufa Tirvi.
Mientras el Sol se eleva en el horizonte, los cuatro permanecen sentados frente al lago, contemplando las aguas.