Esos fueron, sin lugar a dudas, los días de revelación, sentía mi niñez marchita, mis labios ávidos de palabras adultas y solemnes que mi prematura emancipación no me permitia pronunciar.
De pronto, lo que antes me parecía ordinario, se revelaba ante mí, los colores brillaban y comenzaba a creer que mi vida tenía un sentido, descubrí de pronto que existía alguien que creía en mi, que tenía la seguridad de que habían cosas extraordinarias en mí, que mi corta vida y todo lo que había aprendido era valioso para el resto del mundo, comencé a observar cada detalle de lo cotidiano con mayor detenimiento, todos los días después de clases se cumplía mi ritual, la caminata, de prisa, hacia su puerta, el umbral que día a día paralizaba mis latidos.
Nunca cuestioné ni vacilé en cada una de mis acciones, me sentía segura, le ayudaba a ordenar sus asuntos, a pesar de que su vida no era especial para el resto del mundo, para mí lo era todo, mostraba una energía sobrenatural por cosas que para los mortales no significaban nada, vivía en su mundo paralelo del cual me hice discípulo, en las pláticas del colegio, donde nunca participaba y donde los muchachos hablaban de sus proezas sexuales con la chica de turno, mientras que aquellas describían de manera hiperbólica y ficticia a quienes, a sus espaldas develaban sus intimidades, muchas veces sentí el impulso, la necesidad de mencionarlo, de elogiarlo frente a otras personas, eran esas ganas de tener su nombre en mi boca, de rememorar sus frases, sus costumbres, maravillosas para mí.
En ocasiones, de aquellas en las cuáles manteníamos largas conversaciones, me preguntaba acerca de mis amigos, deseaba que fuese una joven normal, con amigas que frecuentar y muchos pretendientes, él decía que poseía una belleza impresionante, que estaba seguro de mi capacidad para hacer perder la razón a cualquiera, elogiaba mis virtudes, mis talentos, sin embargo, criticaba mi mal genio con las personas, ese talento que tenía para alejar a las persona con un poco de ese sarcasmo que me caracteriza, con un poco mas de la frialdad que me define, no obstante, esa pared de hielo era derretida con la sola certeza de que me observaba, de que estaba cerca, esa sensación de complicidad que me hacía parecer como parte importante de algo, y también recuerdo, la épica disputa con mi madre, aquella tarde cuando el cielo se caía y el agua inundaba toda la calle, hasta llegar sobre aceras y jardines, cuando el preparó café caliente, y me cobijó con una manta en el sillón para calmar el frío que pronto me hizo sucumbir en el más cálido sueño, de pronto los gritos de mi madre, vociferando mi nombre con demandas me hicieron despertar, sin embargo el salió a mi defensa, no le permitió hacerme sentir mal de nuevo, y desde entonces, nunca más.
Entre esa rutina y mi creciente curiosidad, mis dieciséis recién cumplidos y mi falta empatía y cariño por la gente, fue cuando de pronto una tarde, el tío Frank me sorprendió con un descubrimiento que tenía reservado para mí, me contó la historia de las grullas japonesas y su leyenda, su cura para mi amargura, su regalo, pues decía que mi mal carácter era en sí una enfermedad del alma que no me permitía relacionarme, ni... amar. La verdad es que yo no le daba mucha importancia al asunto, pero allí lo veía, gastando su tiempo, comprando papel lustrillo de colores diferentes, en un eterno ensayo y error, ya que el asunto de las manos no era su fuerte, y al pasar de los meses no era mucho el avance, sin embargo, esa dedicación exclusiva a esa nueva obsesión que lo ocupaba, la concentración, las medidas que tomaba con tal rigurosidad, me llenaban de ternura y gran admiración por su constancia, sus incansables ganas de hacer bien las cosas. Y me descubría allí, por horas, observando cada uno de sus pasos, procedimientos repetitivos y precisos, y me perdía, me sumergía en su mundo, de donde no quería salir, precisaba eternas las tardes, interminables, se me iban las ganas de querer comer o dormir, y todo aquello que requiriera alejarme de su presencia, añoraba su voz, sus gestos, su mirada que no era mía, sin embargo allí estaba, empeñando sus sueños en mí. Tuvo que sentir la mirada inmutable, no importa lo que piensen, pero tuvo que sentirla, tuvo que complacerle mi constante contemplación, me quería allí, sin decir nada, observándolo, siendo testigo de su locura, tuvo que advertir como mis dedos se entrelazaban, como mis ojos despegaban desde sus dedos, como viajaban por sus brazos hasta llegar a su rostro, para dar mil vueltas por sus cabellos, tan delicadamente colocados uno al lado del otro, con sus caídas y remolinos, como los que se hacían en mi mente al ser su testigo, y de pronto una palabra rompía el silencio, haciéndome sobresaltar con alguna anécdota de sus viajes, reales o imaginarios, como el que hacía desde entonces admirando su aspecto, y así. Luego de una que otra interrupción, uno que otro susto, proseguía mi vuelo, mi paseo por la piel de su rostro, que rostro, sus pómulos y su quijada eran perfectos, debía ser un pecado verlos, sus rasgos, alguna que otra arruga, dejaban evidencia de su vida, de sus triunfos y desdichas, de sus amores, de los cuáles no recuerdo ninguno, de su devoción. Ese día por primera vez me detuve en sus ojos, que no me miraban, los veía con tal atención que sabía que en el momento en que levantara su mirada, quedaría todo mi universo expuesto, al descubierto, solo para él, porque es cierto que con los ojos se pueden transmitir cosas que los labios cobardes son incapaces de decir, porque son curiosos, un leve contacto con sus ojos y, no sé qué hubiese hecho, no me atrevo a revelar que hubiese sucedido, tal vez, avergonzada, hubiese bajado la mirada, hubiese, en ese instante, llorado por el gran desasosiego, tal vez, hubiese salido huyendo del lugar para no demostrar nada más, me hubiese disculpado con alguna excusa tonta, tal vez, hubiese sido valiente, en lo extremo, dejando mis ojos a su alcance, desafiándolo a descubrirme, a quitarme la máscara, arriesgándome a perder su confianza y cariño o a tenerlo por completo, si, habían muchas cosas en juego en ese viaje fugaz que duraba segundos, y en mi pecho una eternidad, un infinito complejo de ciclos.
Y sentí la gloria cuando mi vuelo caía hasta sus labios, el solo hecho de acercarme a ellos me hacía temblar, ahora puedo verme titilar de terror, mi sistema nervioso se descomponía, por completo, si me encontraba de pié, me era imposible mantenerme inmutable, mis piernas perdían la fuerza y motricidad, de pronto hacía movimientos torpes sin explicación, que en oportunidades llamaban su atención, en ocasiones podía imaginarme, en esos instantes, perdiendo por completo el control sobre mí, y nunca logré descifrar qué sucedería de materializarse, las posibilidades, infinitas. Y así pasaba los días, en su presencia, comenzando a construir una barrera entre los dos, que me alejaba de la niña que se refugiaba en sus brazos, el hecho de sentirlo cerca despertaba conmociones indescriptibles, todo era nuevo, cada día descubría algo distinto.
ESTÁS LEYENDO
A OSCURAS
RandomElena, una chica provinciana y solitaria, trabaja en una gran empresa manufacturera de Buenos Aires, acostumbrada a una vida llena de carencias emocionales, se obsesiona en la búsqueda de su amuleto, el regalo más preciado que pudo haber recibido. E...