No habían estado desacertados del todo al dar el nombre de Parnaso al monte donde habían situado la casa, y las musas se hallaban en ella ese día. A medida que iban subiendo los recién llegados, se oían más claramente alegres las voces de los que los saludaban desde arriba. Al pasar por delante de una ventana abierta, vieron la biblioteca, presidida por Clío, Calíope y Urania; Melpómene y salía se entretenían en el salón, donde algunos jóvenes bailaban y recitaban trozos de una función de teatro.
Erato se paseaba por el jardín con su amante, y Febo estaba en la sala de conciertos ensayando un coro.
Nuestro antiguo amigo Laurie era ya un Apolo bastante moderno, pero tan guapo y genial como antes; porque el tiempo había transformado al alegre joven en hombre reposado y distinguido. Los cuidados y aflicciones por un lado, y el bienestar y la felicidad por otro, habían influido poderosamente para que se realizara en él este cambio, así como la responsabilidad de cumplir fielmente la última voluntad de su abuelo.
La prosperidad sienta bien a ciertas personas que florecen mejor con los rayos del sol; otras, en cambio, necesitan la sombra, y son más dulces y delicadas al recibir el contacto de la brisa helada. Laurie pertenecía a las primeras, y Amy a las segundas; su vida había sido, desde que se casaron, una especie de poema, no sólo por lo armonioso y feliz, sino por su incesante anhelo de ser útiles a la humanidad, empleando con acierto y saber sus riquezas.
Su casa estaba llena de comodidad, de belleza sin ostentación, donde los aficionados al arte de ambos sexos, y de toda clase, encontraban dónde instruirse. Laurie era ya maestro consumado en música, y generoso patrón de las clases de la sociedad que más deseaba él ayudar. Amy, por otro lado, tenía también sus protegidos entre los jóvenes de aspiraciones en la pintura y escultura, y cada día le gustaba más su arte, a medida que iba creciendo su hija, que despuntaba también en las aficiones maternas.
Sus hermanas ya sabían dónde la encontrarían, así es que Jo se dirigió en seguida al estudio donde madre e hija trabajaban sin levantar cabeza. Bess andaba atareadísima con un busto de un niño, mientras que su madre estaba dando la última mano a la cabeza de su marido. El tiempo no había hecho mella en Amy; al contrario, había ganado mucho, porque redondeó su formas, embelleciéndola más y completando su instrucción artística. Hoy estaba fuerte, hermosota; elegantísima en medio de su gran sencillez en el vestir y en saber llevar los vestidos; hasta el extremo que algunos decían al verla: "No sabemos si lo que la señora Laurence lleva puesto vale mucho o poco, pero sí afirmamos que es la más elegante del salón".
Amy adoraba a su hija, y la verdad es que la muchacha lo merecía; porque, además, de ser una figura angelical, era un modelo de aplicación y de obediencia.
Bess había heredado la figura de su madre: ojos azules, cutis fresco y blanco, elegante y clásica forma. ¡Ah!, olvidaba una cosa; nunca agotaba el manantial de alegrías para su madre. Había sacado la muchacha la nariz y la boca de su padre, fundidas en femenino modelo; y su severa sencillez y elevada talla le sentaban admirablemente; trabajaba en aquel momento con la absorción del verdadero artista, sin darse cuenta de las miradas cariñosas que le dirigían los que estaban tan cerca de ella, hasta que su tía Jo exclamó en alta voz:
-Dejad ya, hijas mías, esas tortas de barro, y venid a oír las noticias que os traigo.
Las dos artistas dejaron caer sus herramientas y vitorearon alegremente a la irreprensible mujer que venía a interrumpir su labor. En lo más alegre de la conversación estaban, cuando entró Laurie, a quien Meg había ido a buscar, se sentó entre las hermanas y escuchó con interés las noticias que tenían de Franz y de Emil.
-Nada, nada, que se declaró la epidemia, y va a hacer estragos en el rebaño. Ya puedes prepararte, Jo, para escribir los sucesos extraordinarios que van a ocurrir en los diez años próximos. Tus muchachos van creciendo, y uno tras otro se irán lanzando a esas empresas temerarias y desconocidas -dijo Laurie, que disfrutaba al ver el aire de satisfacción y desesperación que al mismo tiempo se traslucía en la cara de Jo.
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Los muchachos de Jo/los chicos de Jo
Teen FictionEscrito por Luisa May Alcott; este libro sigue después de hombrecitos y con este se termina la saga de mujercitas.