Capítulo 12 La navidad de Dan

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  ¿Que dónde se encontraba Dan? Pues en la cárcel ¡Pobre tía Jo! Si hubiera sabido ella que mientras el viejo Plumfield era todo algazara y alegría por estar sus habitantes celebrando la Natividad del Señor, se encontraba uno de sus muchachos en la obscura celda de una cárcel, leyendo el librito que ella le había entregado hacía poco tiempo, y derramando lágrimas por la libertad perdida, a buen seguro que hubiera derramado ella muchas más de las que derramó él.
Sí, señores, sí; Dan se encontraba preso, pero no lloraba porque no venían a sacarlo de allí, pues a nadie había dicho lo que pasaba, ni tampoco pensaba en decírselo a nadie; y hubiera ido a la horca con la serenidad y estoicismo del indio; lloraba porque al leer el libro se acordaba de los primeros años de su juventud. 

La historia de su caída, que vino cuando menos la esperaba, cuando el muchacho se encontraba lleno de nobles propósitos, de nobles ideas de volver a la vida tranquila y santa de sus primeros años, se puede narrar en pocas palabras. En el coche del ferrocarril en que viajaba iba un joven muy simpático llamado Blair, que, según le dijo, tenía que unirse con dos hermanos suyos mayores en un rancho de Kansas.  

  A Dan le gustó mucho este joven por su carácter alegre y expansivo, y los dos intimaron muy pronto. En el coche de fumar inme­diato, que se comunicaba con el de ellos, iban otros viajeros jugando a las cartas; dos de ellos de muy mala catadura. Cansado el muchacho, porque no tenía más que unos veinte años, del largo viaje que llevaba, principió a tomar parte en el juego; pero Dan, fiel a su propósito de no volver a jugar, no quiso imitar a su compañero de viaje, y se mantuvo impasible, pero observando el juego y a los jugadores con gran interés. No tardó en comprender que dos de los sujetos eran fulleros que trataban de apoderarse del dinero de los demás, haciendo trampas, y particularmente de Blair, que cometió la imprudencia de sacar su cartera llena de billetes de banco delante de ellos. Dan guardaba, como recuerdo de sus primeros años, una sombra de ternura en su corazón por los chicos, porque se acordaba mucho de Teddy y demás muchachos de su madre adoptiva, y principió a hacer señas a Blair para que se retirase. 

Todo fue en vano; y al llegar por la noche a una de las grandes ciudades donde tenían que descansar, Dan se llevó al muchacho a una fonda; pero en un momento que se separó de él, se le escapó, y al preguntar adónde había ido, le dijeron que se había marchado con dos sujetos de no muy buena catadura.

Con ayuda de un mozo de la fonda, no tardó Dan en encontrar a su compañero de viaje, jugando en uno de los garitos más inmundos de la ciudad, con los dos hombres que venían en el tren, que se habían propuesto quedarse con los cuartos del muchacho, el cual, al ver a Dan, le dio a entender sin palabras que la cosa iba muy mal. 

-No puedo marcharme -le dijo después en voz baja, al insistir Dan en que dejara de jugar-; he perdido mucho, y, antes me dejo matar que presentarme a mis hermanos sin el dinero que les llevo de casa. 

El temor y la vergüenza desesperaban al muchacho, que se cegó de tal manera que no veía ya lo que hacía. Viendo los dos tunantes que Dan no apartaba la vista del juego, dejaron que ganara un poco el chico, pero no querían de ningún modo soltar la presa; y viendo que Dan se había convertido en centinela, cambiaron una mirada de inteligencia entre ellos, que era lo mismo que si hubieran dicho: -Hay que quitar a este prójimo de delante".  

  Dan lo comprendió y se puso en guardia; porque tanto él como el muchacho eran allí forasteros, y aquellos dos tunantes estaban en su casa. No tardaron en oírse palabras duras, después insultantes, y Dan, que era una pólvora, al ver que uno de ellos echaba mano a una pistola, le dio tal puñetazo en la cara, que cayó contra la chimenea y se rompió la cabeza, mientras la emprendía con el otro. 

-¡Márchate! ¡Corre! -le gritó Dan al muchacho al ver que aquel hombre no se movía del suelo -. Y no digas una palabra. 

Blair se asustó tanto, que salió de la casa y de la ciudad sin perder un momento, dejando a Dan que pasara la noche en el puesto de policía inmediato, de donde fue llevado a la cárcel, por haber sido condenado a un año de prisión y trabajos forzados por homicidio involuntario. Para no alarmar a sus protectores, si leían el suceso en los periódicos, dio al juez el nombre de David Kent, como había hecho ya en otras oportunidades en que fuera detenido por riñas.
Atontado al ver el cambio súbito que había sufrido su vida, no pensó en nada hasta que oyó rechinar los goznes de la puerta de hierro de su prisión, pues sabía que con sólo dos letras que le hubiera puesto al señor Laurie hubiera venido al momento a sacarlo de allí. 

-No, no -decía en su celda apretando el puño. 

- No les diré una palabra; prefiero que crean que me he muerto, que como me tengan aquí mucho tiempo no tardaré en morir. 

Y empezó a pisar los sillares del piso de la celda paseándose de un lado a otro como un león enjaulado, con un torbellino de rabia y de pesar, de rebelión y remordimiento que le hervían en el corazón y en el cerebro, hasta el punto que hubo un momento en que parecía que se había vuelto loco, porque principió a golpear fuertemente con los puños las paredes que le privaban de la libertad que era su vida.
Su guardián era hombre de cara hosca y repulsiva, que por el innecesario mal trato que daba a los presos se había hecho odioso a todos; pero el capellán era un hombre de muy buen corazón, y desde el primer día le fue Dan simpático, porque vio al momento qué clase de persona era y adivinó lo que pasaba en su corazón.  

  Pero Dan seguía tan excitado que no oía nada de lo que le decía el cura.
Destinaron a Dan al taller de escobas y cepillos, y allí trabajaba sin levantar cabeza, con un fervor tan grande y guardando tanto silencio y compostura, que no tardó en ganarse las simpatías del maestro del taller y compañeros cercanos a él. Día tras día se le veía sentado en su sitio, trabajando, vigilado por un guardián armado que recorría el taller imponiendo silencio a los que levantaban mucho la voz. Dan cumplía como ninguno y hacía el trabajo de dos o tres; pero en las miradas que echaba a los guardianes cuando le ordenaban algo, com­prendieron que era un "hombre peligroso", aunque en esto se equivocaban, porque había allí otros mucho más peligrosos que él: todos los avezados en el crimen, que no eran pocos, por cierto. 

-Estoy perdido; todo ha terminado para mí -decía para sus adentros cuando se acordaba de sus buenos protectores y del pacífico Plumfield-. ¡Pobre madre Bhaer! Ya no la veré más; porque aquí me matarán cuando aplaste a dos o tres guardianes de éstos. 

Y Dan escondía la cabeza entre las manos, sentado en el bajo camastro, viendo desfilar en su mente a los seres más queridos, que seguramente se preguntarían con frecuencia por qué no volvía a Plumfield.
En el taller de Dan había un pobre hombre que era mucho más desgraciado que él, porque tenía mujer e hijos, y estaba tan débil y enfermo que no podía terminar nunca su tarea, por mínima que fuera. Iba a cumplir pronto la condena, pero Dan veía que se iba a morir antes, y, compadeciéndose de él, le ayudaba cuanto podía. Mason, que así se llamaba el preso enfermo, envidiaba la salud de Dan, y le daba gracias por su bondad. 

En la capilla de la prisión se celebró una fiesta religiosa en la que además del cura del establecimiento predicaron otros que vinieron de fuera. Dan tenía algún temor al ver que entraban en la capilla personas extrañas, por si alguna de ellas venía de Plumfield y lo reconocía entre los presos. Esta fiesta cayó en sábado, y al día siguiente se presentó en su celda el capellán del establecimiento mas temprano que de costumbre para darle un encargo. 

-Kent -dijo el capellán al acercarse al camastro donde estaba Dan tumbado-, el pobre Mason acaba de morir y me ha encargado muchísimo que te diga "que no la hagas", que tengas un poco de paciencia, porque es lástima que se pierda un hombre de tan buenos sentimientos como tú.  

  Me ha entregado este papelito, donde tenía escrito el pueblo donde vive su mujer, para que hagas el favor de escribirle. Sí, hijo mío; ten paciencia y confía en Dios, que tú eres bueno y todos te queremos. Las rebeliones nunca dieron buen resultado en las penitenciarías, Kent; desecha esa idea y verás cómo se pasan sin sentir los meses que faltan. Acuérdate que no estás ya solo en el mundo, porque la pobre viuda de Mason esperará con impaciencia el día de poder verte para darte las gracias con lágrimas en los ojos por lo que has hecho por su marido.
Dan escuchó al capellán con mucha más atención de lo que lo había escuchado antes, y éste, al ver que no le contestaba, permaneció a su lado rezando un buen rato, antes de salir de la celda. La noticia de la muerte de su compañero de prisión, el encargo de éste en el momento de morir, el papelito que le enviaba con la dirección de su mujer y las consoladoras palabras del capellán, fueron para Dan un ángel salvador que venía a fortalecerle en el momento más peligroso de su vida. 

Al día siguiente Dan era ya otro hombre; había podido llorar y desahogar su pecho, y entró en el taller alegre y animoso, con gran asombro de los guardianes y compañeros. La viuda del compañero difunto vivía en un pueblo de otro Estado; le escribió dándole el pésame y suplicándole que echara al correo una carta que le incluía para tía Jo, en la que le decía que el asunto de la agricultura marchaba bien y que no le había escrito antes por hallarse en el campo.  

Los muchachos de Jo/los chicos de JoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora