Capitulo 4: Comprensión

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Comprensión

Sayen se esmeró largos años en convertir aquella cabañita en un refugio personal. Era el lugar donde vivió no solo las cosas más íntimas de su vida, ya que se había criado ahí, sino las más importantes, como ver crecer a su hija. Sin embargo, tenía la rareza de parecer fría y desabrida, ya que así había quedado desde que los abuelos de Yaima murieron, pero era cálida y hogareña por dentro.

Cuando era chica, estuvo lejos de vivir de la misma forma que su hija Yaima. Era una familia muy humilde, a la cual todo le costaba el doble y lo valoraba el triple. En ese momento todas sus paredes eran blancas; la abuela, estricta en la limpieza y la prolijidad, prefería las cosas meticulosamente ordenadas, y lo más clásicas como fuera posible. La perfección era su obsesión. Se juró que de grande jamás volvería a vivir de esa manera. Así que ahora estaba decorada con cuadros; la cocina tenía vivos colores; el sillón tenía almohadones a lunares y a rayas. Y jamás se olvidaba de las flores. No podía darse el lujo de comprarlas, pero no era necesario con un jardín como el suyo, donde podía encontrar cualquier variedad silvestre de florcitas o plantas de hojas veteadas, hermosas para cualquier rincón donde hubiera lugar. Siempre movía las macetas para no aburrirse de verlas en el mismo sitio, y las pintaba a mano. Jamás verías morir a una de sus plantas, ya que era una mujer muy dedicada. Vida, era algo que sobraba en esa casa.

Y ahí estaban, luego de que la madre mandara a Yaima a cambiarse la ropa porque estaba empapada, sentadas frente a frente, con una tetera blanca de porcelana y sus respectivas tazas y platitos, obsequio de la abuela preferido. Aunque era algo muy tradicional, eran únicas. Debajo de la mesa, estaba Yaco acostado y atento para que ninguna miga que cayera al piso se le escapara. Yaima amaba hacer masitas dulces para comer a la hora del té. Y Sayen, amaba distraerse para no pensar en su marido casi eternamente ausente. Era algo que disfrutaban hacer juntas, aunque lo hacían muy de vez en cuando. Sentarse como dos señoritas inglesas a tomar té en hebras a las cinco en punto de la tarde, era más que una costumbre, un juego. Pero esa tarde Yaima tenía un juego pendiente mucho más divertido.

Desafortunadamente, su madre tenía cosas que contar, como por ejemplo que su tía Maitén, había telefoneado desde Europa. Ella no había sufrido por mucho tiempo la miseria por la que había pasado su madre. De muy jovencita conoció a un extranjero de quien se enamoró perdidamente, y aunque a la abuela no le agradaba demasiado ¿cómo podría comparar vivir en Alemania con ese pueblo escondido en Neuquén? Porque después de casarse, ese había sido el segundo pedido del muchacho, que se fueran juntos. Él podría cambiarle rotundamente la vida. Y los abuelos lo sabían muy bien. Así que pasaron varios meses de idas y venidas, y ya estaban partiendo, con anillos al dedo, a otro mundo.

En fin, había llamado porque creía estar embarazada, noticia extremadamente interesante. Y aun mejor, el esposo no lo sabía. Las hermanas hablaron sin cesar de cómo seria, a quién se parecería, si tendría los ojos del abuelo, cómo le pondría si fuera nena, como si fuera varón, etcétera. Por supuesto Maitén quería un nombre mapuche para su hijo o hija. Yaima pensó qué extraño quedaría un nombre mapuche con un apellido alemán. Pero no dio su opinión al respecto. Su madre admiraba a su hermana por lo que había logrado, siempre se lo decía. Pero Yaima pensaba que no había hecho nada, aparte de gustarle a un hombre. Bien podría haber sido su madre y no su tía. También le contó que posiblemente vendría de visita y traería regalos para todos. Pero Yaima no caería ilusionada como las últimas veces. Siempre surgía una excusa. ¿Cómo podría comparar ese pueblito escondido en Neuquén con Alemania? Diría su abuela. Para qué volver si tenía todo lo que siempre había querido.

En cualquier otra ocasión, la noticia de un nuevo integrante a la familia, aunque estuviera muy lejos, a Yaima le hubiera parecido una hermosa bendición y hasta hubiera saltado de felicidad. Pero la verdad era que eso le parecía ahora algo muy banal. ¡Por Dios santo! Había una criatura mítica esperándola.

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