El ambiente es tan lúgubre, tan sombrío. Unas pequeñas gotas caen en la coronilla de mi cabeza, miro hacia arriba y otras gotas caen en mi rostro, humedeciéndolo un poco. Vuelvo a mirar al frente. La madera brillante de las dos ataúdes, cada una con una gran ramo floral y la foto sonriente de la personas correspondiente que ocupa la ataúd.
Cuando no siento más gotas en mi cabeza, volteo y me encuentro con mi hermano. Sostiene una sombrilla que yo le recibo, él también saca la suya y hace que cubra su cabeza. Se aleja unos cuantos pasos diagonal a mí y se instala en frente de la otra ataúd, la que está al lado de la que me encuentro yo. No nos miramos, ni sonreímos ni hacemos el mínimo esfuerzo de darnos lamentaciones.
Todo es tan tétrico, las mujeres de la familia sollozan e hipan, sus maridos lloran en silencio mientras las abrazan en un intento de decirles que no están solas. Cuando lo cierto es que todos estamos solos. Más ahora con ésta gran pérdida.
Agacho mi cabeza y veo como el pasto se inunda de la cantidad de agua que se encuentra cayendo. El tacón de mis bostas hundiéndose por el lodo. Meto mi mano libre en el bolsillo de mi abrigo negro. Cierro los ojos pensando en sus sonrisas, lo alegres y extrovertidos que eran.
Una pequeña lágrima baja por mi mejilla, pero no me atrevo a sacarle porque es la primera lágrima que he soltado desde que llegué al cementerio. Fue tan agobiante todos los amigos y familia dando palabras de ánimo. No necesitamos ánimo, necesitamos a alguien que nos abrace tan duro que pareciera que se nos fueran a quebrar las costillas mientras nos soba el cabello.
El sacerdote hace la bendición deseando paz a los difuntos, hace la oración a lo que todos, excepto mi hermano y yo, responden:
—Amén.
El sacerdote da media vuelta y se marcha al igual que otras personas que sólo asistieron por compromiso, no porque les importara mis hermanos.
—Es hora de irnos, cariño —volteo mi rostro y la imagen de mi madre hace que todo por dentro se desgarre, que todo se caiga. Me hace arrepentir de sobre manera de las decisiones que mi hermano y yo tomamos. Su rostro está pálido y con uno que otro parche rojo, tal y como se le coloca el rostro al llorar; tiene sus ojos rojos e hinchados con lágrimas aún saliendo de ellos, detona tanta tristeza; sus labios están incoloros y secos, se notan lo magullados que sus dientes los dejaron; sus mejillas están mojadas y pegajosas.
—No me iré aún —digo y mamá asiente, dice que me verá en casa, pero ese es el último lugar en el que quiero estar.
Papá deja de hablar con mi hermano y vas hasta donde mamá, la abraza y asiente su cabeza en mi dirección, los veo perderse entre la multitud. Minutos después sólo quedamos mi hermano y yo.
Una gran corriente de aire golpea mi castaño cabello haciéndolo ir hacia mis ojos, lo aparto con mis manos y veo al frente. Un escalofrío recorre mi cuerpo y la piel de mi nuca se eriza, mi hermano se acerca y queda justo a mi lado. La sonrisa cínica y tenebrosa de nuestra peor pesadilla no demora en aparecer, las grandes ojeras que decoran todo el globo ocular que lo hacen ver como si fuese una calavera, su cabello castaño y desordenado y su tez pálida. A decir verdad, ese esmoquin no le hace juego. Dos hombres que están a sus lados sostienen las sombrillas que lo cubren de la lluvia.
(...)
Terminan de echar toda la tierra y vuelven el terreno plano, siembran unas cuantas semillas de césped y se van, no sin antes colocar las lápidas.
—Christiane Steel; hija, nieta, sobrina, prima, amiga...hermana —nos miró a mi hermano y a mí. Ya había escampado pero el día seguía gris, a parte, estaba haciendo frío—. Christopher Steel; hijo, nieto, sobrino, primo, amigo...hermano —se levantó del suelo y sonrió con burla mientras veía las dos lápidas—. La flores —uno de los hombres le entregó dos rosas blancas y lanzó cada una a diferente lápida. Sentí mi cuerpo temblar y quise echarme a llorar sobre las piedras que tenían el nombre de mis hermanos, las flores que nuestras peor pesadilla había tirado en las lápidas tenían gotas de la sangre seca de mis hermanos menores. A mi lado sentí como mi hermano se tensó—. Los dos. Conmigo. Ahora.
Dio media vuelta y se dirigió a su auto de vidrios polarizados y completamente negro. Los dos hombres que lo venían acompañando colocaron sus pistolas en la parte baja de la espalda de mi hermano y la mía.
—Camina —nos susurraron al oído. Sin interponernos, mi hermano y yo caminamos hasta el auto negro y nos subimos a éste. Dentro se encontraba nuestra peor pesadilla fumando marihuana, al vernos sonrió sin mostrar los dientes.
Terminó su cigarrillo y lo arrojó por la ventana, sus hombres nos apuntaron a la cabeza esta vez.
—Y díganme, Ryan y Rylie, ¿volverán a jugar conmigo?
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Los Hermanos Ry
Teen FictionAl principio, cuando me conversaron sobre ellos, cuando los vi...se veían tan normales, un chico y una chica, nada fuera de lo común. Me lo advirtieron tantas veces, mas mi tendencia a llevar la contraria y desobedecer las órdenes, no me permitió al...