Capítulo 4

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Inglaterra

23 de Agosto, 1800

Pestañee varias veces deseando que la tierra me tragase por completo, nunca creí que enfrentaría una situación tan desconcertante.

―G..gr..gracias Lord Kingsley.―Dije tratando de articular palabra y todavía sin poder despegar los ojos del muchacho que se encontraba parado frente a mí.

―Señorita, parece apenas un animal mugriento e insubordinado. Pero como todo animal, necesita que lo adiestren. No me caben dudas de que usted lo hará a la perfección.

Está bien, esta sin lugar a dudas era la conversación más espantosa que había tenido en mis 17 años de vida.

Desde niña mi padre había comprado, vendido y regalado esclavos. Pero yo nunca había estado presente mientras lo hacía, aunque imaginaba lo horrible que debía ser para alguien que lo tratasen como un pedazo de comida por el cual se debe pagar.

―Alessandra, si usted supiera lo difícil que fue para mí encontrar uno perfecto para usted....

¿"Uno"? Parecía que la conversación trataba de un vestido de fiesta.

―Créame, Lord Kinsgley, no puedo imaginar apenas una parte de la odisea que debe haber sido para usted. ―Le contesté sin mirarlo a los ojos.

―Cuando usted esté viviendo aquí, será todo suyo. Mientras tanto yo me encargaré de que responda a cada uno de sus pedidos con el correcto adiestramiento.

El hombre que más adelante se convertiría en mi servidumbre parecía no ser consciente de la situación horrible en la que se encontraba. Estas dos personas estaban hablando sobre las técnicas posiblemente espantosas que utilizarían para "domesticarlo", pero él se encontraba mirando las pinturas que llenaban la sala sin darle importancia al futuro que le esperaba. A decir verdad, me recordó a mí horas antes, cuando acababa de ingresar a la mansión. 

―Bueno, Lord Kingsley, debo despedirme. Me esperan unos compradores que prometen mucho por una de las mías. Ha sido un placer verlo. Y por supuesto ha sido un placer conocerla, señorita.― Dijo besando mi mano. 

El vendedor de esclavos se había retirado pero no sin antes ponerle una soga en el cuello al hombre que Kingsley había comprado.

Kingsley tiró de la soga diciendo que quería enseñarme cómo debían ser tratadas las personas como él y el pobre hombre cayó al piso.

―Querida Alessandra, ya le deben haber enseñado el severo adiestramiento que deben tener estos... especímenes.

―No tengo ninguna duda de cómo debo tratarlo, Lord Kingsley.

A decir verdad, no le mentía. Yo sabía perfectamente cómo se esperaba que tratara al hombre que se encontraba arrodillado a mis pies con la mirada fija en el piso. Pero no era lo que se encontraba en mis planes.

Un tiempo después nos encontrábamos sentados en la misma habitación amarilla hablando de la boda. Y por hablando, me refería a que mi padre y Lord Kingsley se dedicaban a ignorar los comentarios "creativos" de mi madre para decidir por su cuenta cómo sería la celebración. 

―Señorita Alessandra, debo decir que ha sido un inmenso placer conocerla.

―No me cabe ninguna duda de que será un matrimonio espléndido desde todos los puntos de vista posibles―Celebró mi madre.

―Espero que así sea. ―Contestó Lord Kingsley.

Dado que estas tres personas me preguntaban mi opinión sobre los hechos aunque en realidad no les interesaba en lo más mínimo, pedí permiso para ir al sanitario y refrescarme.

―Mi hogar es su hogar, o dentro de poco lo será, por supuesto puede ir y tomarse el tiempo que quiera para recorrer la mansión.

Lord Kingsley indicó que debía pasar por un pasillo paralelo a la habitación en la que nos encontrábamos y así lo hice.

En verdad era un hogar maravilloso. El pasillo estaba repleto de cuadros con barcos pintados en ellos y el delicioso aroma a jazmines seguía presente allí. Un cuadro en particular captó mi atención. Era de un hombre y una sirena a punto de besarse.

Unas voces resonando en el fondo del pasillo me distrajeron y decidí acercarme más para oírlas.

―No debe hacer comentarios sobre absolutamente nada. Si se queda callado las 24 horas del día será mucho mejor. No haga nada que no se le pida, ni dude en hacer algo si se lo piden.

Era la voz del sirviente del Lord Kingsley.

Me escondí tras una estatua pequeña que daba a otro pasillo y me asomé para ver con quién estaba conversando.

Era el hombre que Kingsley me había dado como regalo de bodas. Parecía muy interesado en escuchar aquellos consejos. Supuse que era para evitarse golpes y problemas en la que ahora era su nueva vida.

Me permití mirarlo detenidamente. Noté que los ojos que previamente habían sido verdes, ahora, con el reflejo de la luz se tornaban de un color amarillento. Tenía una pequeña cicatriz en el borde del ojo y pude ver que la soga que el comerciante le había atado había dejado una leve marca alrededor de su cuello.

Al estar tan distraída mirándolo no noté que la estatua en la que me apoyaba estaba tambaleando por el peso que yo le agregaba. Y, para mi mala suerte, me di cuenta justo cuando esta había empezado a desplomarse junto conmigo.

Así fue como caí al piso y una enorme parte de la estatua me dio en la cabeza atrayendo la atención de esos dos hombres, que quedaron perplejos al saber que había estado escuchando la conversación que mantenían.

―Señorita, ¿se encuentra bien? ―Fue lo último que le escuché decir al muchacho de ojos verdes antes de perder el conocimiento.


El amor en tiempos de esclavitudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora