Capítulo 13: "La boda"

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Inglaterra                                                  
30 de Agosto, 1800 

El sol entraba intensamente por la ventana iluminando la habitación en la que me encontraba. La misma era blanca y estaba repleta de flores del mismo color. En ella, había una gran cama con dosel y dos sofás color blanco. Todos los objetos presentes en aquel cuarto se veían más que ostentosos, pero el que más llamó mi atención fue un piano de cola negro que estaba justo delante de la ventana. A diferencia de los otros objetos, aquel instrumento se veía muy venido a menos, lleno de polvo y telarañas indicaba que nadie lo había tocado en años. 

Desde niña me habían enseñado a tocar el piano, llegando a ser una actividad por la que terminé encontrando cierta fascinación. Recordé el momento en el que aprendí a tocar dicho instrumento con fluidez. Aquel día mi abuelo se encontraba en la casa y su mirada de orgullo al verme tocar una de sus canciones preferidas fue indescriptible. Podría jurar que nadie me había mirado con tanto orgullo en mis escasos 17 años de vida.  

Desde ese momento, cada día que mi abuelo visitaba nuestra casa, me pedía que lo deleitara con una canción en el piano. Nunca dejé de tener adoración hacia su persona y él hacia mí.

Lamentablemente, al fallecer él, el piano de mi casa comenzó a ser un objeto no grato, y solo se me permitía tocarlo en la ausencia de mis padres. Pero nunca desaproveché oportunidad para poner mis dedos sobre aquel instrumento, dado que era el único que me recordaba su presencia y me transportaba a mi niñez. 

Me paré ante el piano y acaricié sus teclas con la yema de mis dedos, estaban frías al tacto. 

Comencé a tocar la canción que le había tocado a mi abuelo la primera vez y unas lágrimas se asomaron por mis ojos amenazando con salir.  

Dado que sería mal visto ver a la novia llorando el día de su boda, dejé de tocar y me dirigí hacia la ventana con el fin de alejar todos los tortuosos recuerdos de mi mente. 

Desde allí podía ver montones de invitados de los cuales no creía conocer ni a la mitad. Las mujeres caminaban elegantemente por el jardín y de vez en cuando miraban a algún hombre que estuviera solo en señal de que ansiaban su compañía. Por otro lado, los hombres se juntaban en grupos y conversaban mientras fumaban desgarbadamente. 

―Alessandra, ya es hora.― Había dicho mi madre entrando victoriosa en la habitación, como si el sueño más anhelado de su vida estuviese cumpliéndose justo ante sus ojos. 

―Entonces no hemos de perder más tiempo.―Contesté acomodándome el vestido. ―Vamos.

Salimos de la habitación y caminamos por el pasillo. Allí, mi padre estaba esperándome con su sombrero en el brazo y su mano extendida con objetivo de encontrar la mía. 

Mi madre bajó como un rayo las escaleras para ir al jardín y prepararse para mi entrada.

Por mi parte, traté de ser lo menos consciente posible de la situación, pues mientras más asimilaba lo que ocurría a mi alrededor, más terror trepaba por mis tobillos. 

Bajé por las escaleras junto con mi padre y nos dirigimos hacia la puerta de entrada al jardín, esta estaba cerrada y parados junto a ella estaban Damon y aquél hombre al que había visto con él días atrás. 

 ―Mi niña, ahora quiero que esboces una gran sonrisa y no la pierdas hasta que termine el día. Ya deja de perturbar a tu pequeña cabeza con dudas sin sentido. Recuerda, todo debe salir de acuerdo a lo planeado.― Me había advertido mi padre antes de que abrieran las dos puertas, apretando mi brazo hasta tal punto de hacerme doler.

 ―Lo recordaré, padre.― Contesté sin mirarlo a los ojos.

Sin saber por qué, miré a Damon, quien miraba a mi padre con expresión de repugnancia. Pero luego me miró a mí, con una mirada indescifrable que ―por lo que yo quise entender― mostraba compasión. 

―Ya es hora.― Anunció mi padre.― Abran las puertas.

Cerré los ojos y suspiré al mismo tiempo en el que escuché el crujido de las puertas abriéndose. 


Ni bien las puertas se abrieron los aplausos y la música comenzaron a sonar. Pude ver que la misma provenía de una orquesta que, evidentemente, los Kingsley habían traído. 

El lugar estaba más hermoso de lo que jamás lo había visto. Había flores, estatuas, adornos de oro y metales preciosos, entre otras cosas más. 

Bajamos las escaleras tomados del brazo y comenzamos a caminar hacia el altar. En él, se encontraban un viejo sacerdote y Lord Kingsley, quien se encontraba más radiante que nunca.

El joven millonario había atado su pelo en una coleta baja y había sujetado a la misma con un moño bordó. Su traje era blanco con botones de oro y se encontraba apoyado en un bastón del mismo material. Nunca antes había visto a un hombre tan bien vestido como lo vi a Lord Kingsley aquel 30 de Agosto. 

Mientras más me acercaba al altar, más nerviosa me ponía, miré hacia los costados en busca de gente conocida y me encontré a unas amigas de la familia, ellas me habían comentado casi un mes antes lo orgullosas que estaban de que me casase con alguien de la alta sociedad y se las veía mucho más orgullosas viéndome ir hacia mi prometido.

Luego, más adelante, estaba mi madre. Ella se secaba las lágrimas del rostro con un pañuelo de seda y, a la vez, me indicaba que sonriera más.

Llegué al altar y mi padre le dio mi mano a Lord Kingsley, quien sonrió y la besó delicadamente para luego ayudarme a colocarme en frente suyo. 

  ― Se ve indescriptiblemente hermosa, Alessandra. El vestido le queda tal y como imaginé. ― Me dijo mi prometido. 

  ― Debo decir lo mismo de usted, Lord Kingsley, se ve más que impecable.  

  ― ¿Está lista para dar el gran paso? ― Preguntó

Era graciosa la pregunta dado que la situación no me daba ningún tipo de margen de elección.

  ―Estoy...lista.―Contesté mirando al sacerdote, quien me sonrió amablemente. 

  ― Comencemos con la ceremonia.―Dijo el viejo sacerdote abriendo La Biblia.

La celebración duró mucho más de lo que esperaba pues aquel hombre pronunciaba las palabras más lento de lo que jamás había escuchado hablar a una persona. 

En cuanto a mí, no me molesté en escuchar nada de lo que decía ya que las fiestas religiosas siempre me habían parecido aburridas. En su lugar, me dediqué a analizar al viejo sacerdote.

Era un hombre de unos 50 años o más y ,por su apariencia en aquel momento, pude imaginar que había sido muy apuesto en su juventud. Sostenía la Biblia fuertemente, como si la misma pudiese desvanecerse en sus manos y cada tanto nos miraba de reojo a Kingsley y a mí para comprobar ―desde mi punto de vista― si prestábamos atención al peso que implicaban las palabras que pronunciaba. 

  ― Señorita Smith. ― Preguntó el sacerdote extrañado generando que saliera bruscamente de mis pensamientos. ―No ha respondido a mi pregunta. 

  Definitivamente no tenía la menor idea de cuál había sido aquella pregunta  y ― a juzgar por la expresión iracunda del sacerdote― todos ansiaban que respondiera cuanto antes.

Mire a Lord Kingsley, quien con la mirada y un cálido apretón de manos me indicó que no me preocupara. 

El vetusto sacerdote suspiró exasperado.

  ― ¿Acepta por esposo a Lord William Kingsley?

Unas repentinas nauseas treparon por mi garganta. Todo había ocurrido irremediablemente rápido y lo más irónico de la situación era que aquella pregunta que me había hecho el sacerdote no era sincera. No tenía poder de decisión sobre el rumbo de mi vida. ¿O acaso podía decirle que no aceptaba por esposo a aquel joven? 

Pero, a decir verdad, el hecho de no tener otra salida hizo que mi respuesta se demorara en salir de mi boca mucho menos de lo que esperaba. 

  ― Sí, acepto.  

El amor en tiempos de esclavitudDonde viven las historias. Descúbrelo ahora