Seguridad Vial

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Pasaban unos veinte minutos de las nueve de la mañana. Era otro día más, ni siquiera sabía con seguridad la fecha exacta, pero aquel hombre del abrigo gris sucio estaba allí de nuevo, en el vestíbulo de la estación de metro, justo a la entrada del andén. Se situaba todos los días en el mismo sitio, en el mismo hueco sentado, esperando que cayeran algunas monedas para poder comer algo. La mayor parte del día lo soportaba adormilado, pero lo más duro era aguantar el olor a café y comida del carrito de desayunos del vestíbulo. El hombre gris solía llevar muchas horas sin comer cuando empezaba su jornada allí, y era duro ignorar esos suculentos olores hasta que consiguiera unas monedas y poder obtener algo de comer.

Ponía un vasito en el suelo, sin cartel ni nada, y se quedaba en el hueco, a un lado, para evitar molestar el paso de la gente. Se pasaba el día ahí tirado, mirando pasar personas, como si fuera una película sin argumento ni sentido que tampoco se esforzaba en entender. Gente limpia y con buen olor que iba y venía de sitios con más gente limpia. Al hombre de gris todos le parecían actores.

Y entonces, en medio del habitual trasiego de gente, en un rutinario día más, el argumento de la obra empezó a cambiar.

Una mujer joven, de unos treinta años, muy arreglada e inmersa en su teléfono, pasa por el lado del hombre gris y se adentra en el andén. En una mano lleva el teléfono, en la otra un café a modo de complemento. Cuando está llegando al final del andén, tropieza con un hombre, también muy arreglado, de traje, que escribe en su portátil mientras espera el metro. La mujer empuja al hombre, el portátil se cae, y encima de éste, el café de la mujer.

El hombre pone cara de espanto, debía estar haciendo algo importante y el ordenador ha saltado en varias piezas al caer. La mujer solo exclama un "Uy, perdón" muy comedido, luego se para amagando que va a limpiar, ayudar o algo, pero pasan un par de segundos y vuelve a mirar su móvil y reanudar su camino como si nada hubiera pasado. El hombre no se mueve, está paralizado. Tiene pinta de que un trabajo esencial o algo parecido se ha ido al traste. Entonces, al ver que la mujer se desentiende, el hombre se gira y no puede evitar dirigirse a la despistada transeúnte:

- "Pero bueno, me tiras el portátil, mi trabajo y ni siquiera te dignas a ayudarme. A ver si vas con más cuidado, oiga."

La mujer voltea la cabeza con cara entre extrañada y ofendida y responde:

- "Que ya le he pedido perdón. Y si no, no haberse parado ahí en medio. Que te den."

Y se vuelve a girar para seguir su marcha. En ese momento, todo el mundo en la estación que estaba viendo la escena, pudo ver perfectamente cómo algo cambió en el gesto de aquel hombre. En un segundo se había deshecho de los buenos modales, de las formas establecidas, de la educación. Aquella mujer había logrado todo eso con una sola frase.

Aquel hombre dio tres rápidos pasos y, agarrándola por el pelo, tira de la mujer hasta girarla, y le pega un cabezazo enorme en su maquillada y sorprendida cara. La mujer cae como un muñeco inerte, de espaldas, y comienza a gritar, allí tirada, con la cara llena de sangre. Dos hombres más mayores reaccionan rápidamente y comienzan a recriminarle al hombre lo que acaba de hacer, pero antes de que terminen su discurso, uno de ellos le sujeta por el brazo, y se lleva un puñetazo automáticamente. El hombre mayor golpeado da un par de torpes pasos hacia atrás antes de caer al suelo. El otro hombre mayor responde con un torpe golpe con el puño cerrado, lo que provoca que el señor se revuelva y le dé un buen puñetazo al mayor. Segundo hombre mayor al suelo.

Acto seguido interviene una pareja joven que anda cerca. El chico agarra al enfadado señor de traje y la chica le intenta ayudar mientras se revuelven y zarandean mutuamente. En ese momento se han empezado a oír los gritos y quejas de la gente:

- "¡Pero parad ya!¡Que os vais a hacer daño!"

- "¡No se pega a las mujeres oiga!"

- "¡Que alguien haga algo!"

- "¡Machista cabrón!¡Matadle!"

- "¡Estáis asustando a la gente sinvergüenzas!"

- "¡Que alguien llame a seguridad!¡Que venga la Policía!¡Policía!"

Mientras se siguen revolviendo, se unen al jaleo un par de señoras mayores acompañadas de un chico joven, además de uno de los hombres mayores que había caído anteriormente. Todos agarran al señor, que empieza a entrar en un modo de histeria incontrolable y, sin casi poder moverse, viéndose golpeado por todas partes, hace un esfuerzo para soltarse y lo que logra es que caigan todos a la vía del tren. Muchos más gritos.

Ahora la totalidad de la gente del andén se acerca. Unos para intentar ayudar, otros se tiran a la vía a sacar a los que han caído, que siguen golpeándose sin parar, a excepción de un hombre y una mujer mayor, que quedan inmóviles en las vías tras la caída. El griterío es enorme y hay mucha confusión. Algunos comienzan a golpear sin miramientos y la gente se empieza a enzarzar entre ellos. Ahora hay unas quince personas en las vías, la mitad de ellas pegándose, y aparecen una pareja de seguridad a la carrera que, porras en mano, bajan a la vía y comienzan a intentar separar a la gente a base de porrazos. Algunos se revuelven y, en unos segundos, las porras son arrebatadas y utilizadas en su contra. El tumulto aumenta y empiezan a verse flashes de cámaras de los chavales más jóvenes, que prefieren grabar lo que ocurre en lugar de involucrarse.

En un momento, todo el mundo está peleando, gritando, grabando o corriendo. La gente del vestíbulo se apresura a acercarse para ver qué pasa. Todos corren hacia el andén, hasta el hombre del carrito del desayuno. El hombre gris está perplejo de lo que está ocurriendo delante de él. Él está acostumbrado a una monotonía mucho más aletargadora.

La pelea empeora a cada momento. Uno de los de seguridad, sin porra y en medio del tumulto, se asusta y saca un spray de pimienta. Y comienza a gasear a todo el mundo, incluido él mismo. Lejos de ayudar a la situación, eso hace que todos se vuelvan más violentos por el dolor y la ceguera. Hay unas veinte personas en la vía, peleando y gritando. El resto de personas también grita, y el hombre gris se percata de que a lo lejos se acerca el metro. Nadie lo oye con tanto grito. Nadie lo ve con tanto gas y tanta distracción.

El hombre gris llega al límite de su estupefacción y decide que no va a ganar nada quedándose allí, con toda aquella gente incomprensible. Así que se levanta, recoge sus escasas cosas y se marcha. No antes de quitarle el freno al carrito de desayunos, y salir empujándolo tranquilamente por la puerta. Lo último que oye es la bocina de un inminente metro, un montón de gritos mucho más altos e histéricos que antes, y un gran estruendo.

Para él toda esa gente estaba loca, y lo único en que podía pensar era en lo contentos que se iban a poner sus compañeros de calles y cartones cuando apareciera con el carro. Hoy iban a tener una buena mañana.

Culpad a BukowskiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora