Aquella fría tarde de invierno en la ciudad, se había convertido en noche muy pronto. Las temperaturas bajan rápidamente y se va reduciendo el tránsito de gente en las calles llenas de nieve sucia. Todo el mundo va con paso acelerado y encogido. Intentan estar el menor tiempo posible expuestos al frío. Todos se dirigen a algún sitio calentito. Todos los que tienen casa, claro. Se podían distinguir a mendigos y gente sin hogar por diferente ritmo con el que transitaban. No hay prisa cuando no vas a ninguna parte.
A medida que las calles se van vaciando, las puertas se van cerrando y las luces de las tiendas apagando, los lugares donde refugiarse se van reduciendo. Uno de aquellos hombres sin casa, de abrigos viejos, con una mochila a la espalda, busca donde recogerse esa noche. No conoce esa parte de la ciudad y mira con detenimiento las posibilidades que esas despiadadas calles le podrían ofrecer. Estaciones de metro vigiladas, no le dejan entrar. Bares y restaurantes que cerraban tarde, sin consumir no le permiten estar allí. A veces, consumiendo, tampoco le dejaban. Bancos del parque o aceras, demasiado expuestos para esas temperaturas, podría no volver a despertar. Garajes vigilados por perros. No pinta bien.
Pero, unos metros más adelante, ve un luminoso símbolo que le era agradablemente familiar. Una cruz, parpadeante en uno de sus brazos, localizaba una iglesia empotrada entre dos enormes edificios. El templo era un edificio reutilizado, al que había que poner una enorme cruz para resaltar su cometido, sino pasaría por otro de los grises y antiguos edificios de aquella parte de la ciudad.
En las iglesias te permiten sentarte, entrar en calor, y no suelen molestarte mucho si te quedas demasiado tiempo. En algunas te dejaban quedarte a dormir si no había mucha gente y no te dedicabas a darles problemas.
El hombre se acerca a la iglesia, y entra finalmente tras atravesar un par de pesadas puertas de madera. Lo primero que nota es el amable calor del interior, que le hace sentirse reconfortado. Un aire acompañado del aroma de la cera ardiendo, madera vieja y olor a cerrado. Da unos pasos y se acomoda en la penúltima fila, en uno de los rincones.
El edificio por dentro es amplio, preparado para recibir a más de un centenar de personas a la vez. Poca luz, procedente de bombillas gastadas, simulando la forma y la luminosidad de unas velas. Al fondo, una gran mesa, con ornamentos encima, pero desordenados. Y a la izquierda, un atril desde donde se escucha al cura, leyendo con total desgana algunos pasajes incompresibles por el metálico sonido de la precaria instalación de sonido. Prácticamente era un murmullo que iba y venía, y del que de vez en cuando se entendía alguna palabra suelta.
En los bancos, haciendo esfuerzos por entender aquellas tortuosas palabras, tres o cuatro decenas de feligreses desperdigados, con excepción de las primeras dos filas, donde se concentraban las mujeres más ancianas. Las únicas que mostraban cierto regocijo en sus rostros por el mero hecho de estar allí. El resto eran un montón de caras tristes y distraídas.
El murmullo del párroco se vuelve cada vez más tenue, invitando a los más cansados a cerrar los ojos a ratos. Pero llega un momento, en el que claramente se escucha que no está diciendo nada. Los que primero se percatan, alzan la vista y ven al padre con los ojos casi cerrados, decir una palabra cada diez segundos, de manera trabada y sin poderse comprender nada. La voz se va perdiendo poco a poco hasta que finalmente se hace un profundo silencio, que despierta de su letargo a muchos de los presentes, y que comienzan a girar las cabezas mirándose unos a otros, como buscando una respuesta sin llegar a pedirla.
Aquel silencio fruto de la confusión, se ve roto súbitamente por el desplome del párroco desde el pequeño altar. Cae como un peso muerto, rodando por las escaleras de espaldas, sin soltar el micrófono. Se escucha un enorme estruendo de golpes secos y acoples eléctricos. Todos se sobresaltan. Alguno se levanta para intentar ver mejor qué está ocurriendo. Las viejas murmuran entre sí, sorprendidas y preocupadas. Nadie actúa durante un momento y, cuando un hombre mayor parece que se va a acercar a ayudar, se abre una puerta lateral del fondo, una puerta que comunica con las dependencias del párroco.
La puerta choca duramente contra la pared al abrirse y aparece un chico joven, con barba desaliñada y varias capas de ropa sucia encima. Da unos pasos dubitativo, mira a la gente, y comienza a correr por el pasillo central en dirección a la calle. Por la puerta salen otros dos chicos, igualmente jóvenes y sucios, con gesto de confusión, también corriendo hacia la salida. Luego sale otro, seguidos de otros tres y una chica. Todos buscando la salida con movimientos precipitados. No deja de salir gente de allí y las ancianas, con el susto en el cuerpo, se dirigen al pasillo central para salir de allí igualmente.
Las ancianas van todas juntas, y bloquean la salida por el pasillo con sus renqueantes movimientos. Un hombre, más mayor, que sale de la puerta con varias bolsas bajo los brazos, no las logra esquivar a tiempo y se choca contra algunas de ellas, cayendo todos al suelo. Comienzan a oírse algunos lamentos y gritos. Nadie se preocupa por el cura y no dejan de salir personas de sus dependencias. Unos saltan por los bancos torpemente, cayendo a cada poco y continuando con gestos de dolor. Las viejas no pueden levantarse y siguen provocando tropiezos de algunos despistados que salen corriendo sin mirar. Alguno intenta buscar otra salida por el fondo de la iglesia, donde no la había, para finalmente aglomerarse por donde todo el mundo salía.
Aquella confusión provocaba cierto temor en algunos de los asistentes, agachados en sus bancos, y también risas en algunos de los que salían huyendo. Golpes secos. Llantos. Ruido de cristales rotos. Todos sonidos de fondo de aquel estruendo de pisotadas y tropiezos, huida y caos. El hombre de la mochila, también decide abandonar el lugar, al igual que algunos del resto del público.
Varios minutos más tarde, con la policía ya allí, nadie lograba entender lo que realmente acababa de ocurrir. Los relatos de los testigos eran imprecisos y poco esclarecedores. Los médicos de urgencias certificaban la muerte del párroco por sobredosis, y de una mujer anciana por aplastamiento de sus propias amigas. Un montón de daños en la iglesia. La sala de los monaguillos, convertida en un fumadero.
Y aquel hombre de los dos abrigos, con la mochila a cuestas llena de cosas sin valor, tenía que volver a buscar un sitio caliente donde refugiarse, pues aquella noche se había puesto loca además de fría.
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Culpad a Bukowski
Short StoryRecopilación de historias callejeras llenas de realismo sucio y de humor. Os presento una serie de relatos que bailan en esos laberintos en los que la naturaleza humana a veces convierte nuestra vida. Bukowski.