Ya eran casi las doce del mediodía y la mañana seguía tan fría como a primera hora. Aquel pobre hombre sin hogar, de abrigo curtido y aspecto sucio, no estaba teniendo una mañana provechosa. Llevaba horas recorriendo las calles del centro de la ciudad, entre torres y edificios de alturas interminables, en busca de algo que comer o algo que vender para luego comer. Lo que hacía casi todas las mañanas para sobrevivir.
Papeleras o contenedores, hoy no había premio. A veces pasaba. Y ya llevaba tres malos días seguidos en ese invierno interminable. Cuando en esas circunstancias se tenía una mala racha como aquella, un interminable velo de tristeza te invadía y todo se volvía más oscuro. Esa tristeza, aunque enorme, nunca dejaba de aumentar, poco a poco, minuto a minuto, y lo más desesperante es que sólo había una manera de ahuyentarla, comida o bebida caliente. Algo simple pero fuera de su alcance.
Notaba como cada paso era más lento y costoso. Ningún rumbo parecía tener objetivo o sentido ya. El cuerpo sólo te pide tumbarse, rendirse. Entonces gira al llegar a una de las grandes avenidas centrales, cuando recibe el potente abrazo del olor de bollos de canela recién hechos. Alza la mirada para buscar el origen de ese embriagador aroma y entonces ve, un poco más delante, como en la puerta de un centro comercial, hay un ventanal abierto donde han sacado una bandeja entera de tiernos, sabrosos y calentitos bollos.
Algo en interior se dispara y observa como sus instintos toman el control. No hace nada por detenerlos. Está demasiado débil para luchar incluso contra sí mismo. En su mente solo hay una idea. Va a coger uno de esos bollos. No hay atisbo de duda en él. Está claro que va a pasar y nadie lo puede detener, su animal interior ha tomado el control. Demasiadas penurias alejan la humanidad del individuo.
Se dirige a la ventana con decisión y alcanza uno de esos magníficos bollos de canela, le da un mordisco de casi medio bollo de una vez y se gira para seguir su camino. La explosión de dulzor, calor y amor en su boca le hace casi entornar los ojos. Oleadas de felicidad a cada bocado ralentizan su marcha. El mundo desaparece bajo ese dulce abrazo que se produce desde su boca. Pero ese magnífico momento dura poco y se desvanece de manera brusca.
- "¡Socorro! ¡Al ladrón! ¡Ese hombre me acaba de robar! ¡Atrápenlo!"
Gira un poco la cabeza y ve como dos hombres salen por la puerta del centro comercial, corriendo costosamente, directos hacia él. Uno es de seguridad, el otro parece un hombre normal. De repente todo se acaba, el dulzor, el placer, el calor. Todo. Ahora lo que siente es ese súbito y conocido subidón de adrenalina que uno recibe cuando se siente en peligro. Y cuando uno vive en la calle, uno adquiere ciertos reflejos. Ya ha empezado a correr calle abajo antes incluso de evaluar la situación. En un par de segundos tras comenzar la huida, empieza a reaccionar, a pensar. Mira hacia atrás y ya son cuatro hombres los que le persiguen. Uno de los que se ha adherido es un chico joven, lo que le provoca un sentimiento de peligro máximo. Ese chico tiene que correr mucho. Se le aprietan las tripas y el culo, haciendo que corra como un poseído.
Mientras esquiva peatones, ciclistas y farolas, intenta tragar dificultosamente el enorme trozo de bollo que tiene en la boca. Le dificulta respirar, e incluso algunos trozos han salido disparados por la nariz debido a tanto trasiego. Un solo pensamiento se cruza en su mente, ocupada esquivando obstáculos: "¡Si es sólo un bollo!".
Pero los perseguidores habían reaccionado rápido y pensado poco. Ninguno sabía qué era lo que había robado, pero acudieron a la llamada de auxilio de una mujer y cada uno se imaginaba lo peor. Ávidos de justicia y reconocimiento público, la jauría perseguidora cada vez era más numerosa.
Cada vez que el hombre miraba hacia atrás, veía más gente tras él. Esquiva un cartel de restaurante entre una farola y la acera. Mira atrás y ve unas ocho personas a su estela. Cruza un semáforo en rojo, esquivando los coches en marcha. Detrás, una decena le sigue ya. Alguno se queda al ser atropellado levemente al cruzar. Sigue avanzando y esquiva a un camarero entre las mesas de una terracita. Detrás, unos quince hombres y mujeres aumentan el tumulto persecutorio. Al volver la mirada hacia delante, error. Tiene delante una mujer muy mayor, demasiado cerca para evitarla. Al instante una cara triste se choca contra la suya, y ambos caen al suelo violentamente. El hombre se levanta rápido, aprovechando parte de la inercia de la caída. La mujer se queda rígida e inmóvil. Se oyen gritos por todas partes.
Con un gran dolor en la cara y la cadera, cojeando un poco, no deja de huir con todas sus fuerzas. Ahora la marabunta se acrecentaba y ya era una veintena larga de personas las que iban a por él. Y todas con grandes gestos de ira en sus caras. El pobre hombre podía sentir como todo aquello se volvía cada vez más serio y peligroso. Solo podía pensar en una cosa, su colchón entre cartones, donde siempre se sentía seguro. Tenía que llegar allí como fuera.
La carrera continúa bajando la gran avenida, hacia el puente del río seco. A ratos por la acera, a ratos por la carretera. Sorteando gente, vehículos, andamios y contenedores. Siente como el corazón le va a crujir dentro del pecho, las piernas le flojean intermitentemente, y a los pulmones les faltan aire, aunque haya tragado ya el trozo de bollo y se hubiera deshecho del resto. No podrá aguantar mucho más toda aquella presión.
Por detrás, todo empeoraba. Cada vez más gente se unía a la persecución. Ya se oían incluso gritos de "¡Asesino!", y le estaban alcanzando poco a poco. Sobre todo, los más adelantados del grupo; chavales jóvenes y hombres atléticos. Detrás de estos, hombres con traje, mujeres jóvenes e incluso adolescentes. Un poco retrasado estaba el grupo de gente mayor o cargada con bolsas. Y detrás de todos ellos, un grupo de cuatro o cinco perros, que corrían divertidos persiguiendo a todos los anteriores, imaginando que todo aquello no era más que algún raro y maravilloso juego. El grupo empezaba a ser tan numeroso, y se había alargado tanto, que comenzaba a provocar numerosos desperfectos. Gente tropezando unos con otros, encontronazos con viandantes, tráfico cortado, personas rodando sobre mesas de terrazas, carteles descolgados, toldos reventados. Es probable que muy pocas personas sepan con precisión qué es lo que ocurre, pero nadie va a renunciar a ese hermoso frenesí que les abrigaba a todos en aquella absurda cacería.
Tras unos minutos de locura, apenas quedan dos calles para llegar al puente. Empieza a creer que podría conseguirlo. Tiene a algunos perseguidores a apenas unos metros ya, pero en un último esfuerzo, se mete en la carretera, en sentido contrario, y se separa de la acera para que no le alcancen. La maniobra funciona y gana un par de metros o tres de distancia, lo que le deja muy cerca de llegar al puente.
Cincuenta metros más adelante, llega al puente, por el que comienza a cruzar, pero a los pocos pasos gira, se encamina al borde, y se tira por un lateral. Se oye un estruendo de cartones y madera. Ha caído encima del campamento de chabolas donde tiene su rincón de cartón. Había alcanzado su meta.
La prole que lleva detrás rectifica y retrocede un poco para poder bajar al lugar de la caída. La gente empieza a paladear la justicia popular, empieza a relamerse de la magnífica paliza que se avecina. A medida que van llegando, se van acumulando, agolpando, a los pies de los montones de plásticos, basura y cartones que tenía por casas la gente del poblado. Pero, a medida que van llegando, se van dando cuenta que la gente no está haciendo nada, solo se frena y mira.
Y allí están, cerca de cincuenta personas, mirando fijamente a los tablones y plásticos desmontados por la caída, a aquellas caras igualmente sorprendidas, quietas y sucias todas ellas. Nadie entendía completamente qué estaba ocurriendo allí. Pero los jadeantes perseguidores comenzaban a mirarse unos a otros, asumiendo lo que era inevitable: no eran capaces de identificar a quien estaban persiguiendo. Entre toda la gente de la calle era fácil, perseguían al sucio. Pero entre un montón de gente sucia, se daban cuenta que no se habían fijado lo suficiente en su cara o peculiaridad alguna. Ahora solo veían un montón de gente con cara sucia de sorpresa, con ropajes andrajosos y todos en diferentes tonos de gris.
Transcurren unos segundos de completo silencio. Un montón de caras mirándose unas a otras y compartiendo sorpresa, pero en diferentes grados. Poco a poco algunos comienzan a rendirse, unos fruto de la confusión,otros por vergüenza. El gentío comienza a disolverse y todo parece quedar en nada.
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Culpad a Bukowski
Short StoryRecopilación de historias callejeras llenas de realismo sucio y de humor. Os presento una serie de relatos que bailan en esos laberintos en los que la naturaleza humana a veces convierte nuestra vida. Bukowski.