Me despierta el intenso olor a café mañanero que se filtra a través de las imperfectas paredes de cartón de mi chabola. El olor sólo te despierta, volver a sentir el frío en el cuerpo, incluso bajo toda esa montaña de mantas sucias y plásticos, es lo que te hace levantarte. Hago un esfuerzo por abrir los ojos al incorporarme un poco, aunque apenas puedo hacerlo y me limito a no parar de frotármelos durante un rato. El aroma del café se ve interrumpido en algunos momentos por el habitual olor a cartón mojado y orines añejos.
Salgo al exterior, luchando con mis ojos por mantenerlos abiertos ante tanta claridad. Me acerco a uno de los bancos que rodean la pequeña hoguera donde se calientan varios recipientes negruzcos, y me siento. El bueno de Vladimir me acerca una taza de café mientras me sonríe, viendo que soy incapaz de parar de bostezar. Sujeto el café durante un par de minutos en las manos, mientras entro en calor y logro frenar los bostezos. Sólo entonces le doy un gran trago, que me termina de despertar por completo, me limpia por dentro y me abre los ojos finalmente. El café de allí siempre tenía unas gotas de más de aguardiente o coñac.
Vladimir era con quien mejor me llevaba del campamento. Se podría decir que nos habíamos hecho buenos amigos. Vladimir era un tipo algo mayor que yo, sin llegar a los cuarenta, que mantenía ciertos rasgos juveniles en su rostro a pesar de las condiciones en las que vivíamos. Llegó a España hace doce años, y tras un par de años buenos trabajando, acabó en la calle, de donde ya hacía tiempo que no luchaba por salir. Siempre conseguía verle el lado bueno a la vida y, sinceramente, lograba hacernos la vida un poco mejor a todos. Aunque sólo fuera porque siempre tenía una sonrisa que ofrecer o una broma que hacer. Cuando hablabas con él, dejabas de estar en aquel rincón olvidado de la ciudad. Lograba arrastrarte a su estado de no preocupación. Por eso le teníamos todos un gran aprecio.
Éramos un grupo de unas veinte personas cobijadas allí, viviendo en una atmósfera de cooperación y cierta tranquilidad. Había costado mucho lograr esa agradable convivencia, y éramos muy mirados a la hora de aceptar gente nueva en el grupo. Nos repartíamos las tareas y cuidábamos de los más débiles o necesitados. Habíamos logrado ser prácticamente una familia y, a excepción de los momentos en los que la necesidad apretaba, llegábamos a disfrutarlo bastante. Hacía mucho tiempo que algunos de nosotros no nos considerábamos afortunados, y todo ese ambiente hacía acercarnos mucho a esa sensación.
Me estaba terminando mi segunda taza de café cuando empecé a sentir un estruendo creciente. Se oían motores potentes y el terreno iba temblando cada vez más a medida que se acercaban. Todos mirábamos alrededor buscando el origen de aquel jaleo. Todos menos la vieja Petra, que había detenido su desayuno y se había quedado hipnotizada por las ondas que las vibraciones generaban en su plato de leche con galletas mojadas. Entonces, por detrás del edificio lateral, comenzaron a verse un camión tras otro.
Eran camiones de obra. Naranjas y sucios, iban parando a medida que iban llegando a la altura del solar. Comenzamos a cruzarnos miradas mezcla de sorpresa, temor y de imaginarnos lo peor. Y en efecto. Un hombre con ropa fina cruza la abertura de la valla y detrás le acompañan otros tres con mono y casco. Como siempre, Vladimir no tarda en ir a su encuentro, con la sonrisa por delante, por supuesto.
- “Hola, buenos días. ¿Les podemos ayudar en algo?”. Se adelantó Vladimir.
- “Hola. Buenas. Pues mire, veníamos a realizar unos movimientos de tierra en este terreno. Soy un funcionario del ayuntamiento, encargado de contratar a la empresa para realizarlo ¿Están ustedes acampados aquí?”. Dijo el hombre de aspecto cuidado.
- “Sí. Como puede ver, vivimos aquí. ¿Supone algún problema para lo que tienen que hacer?”
- “Claro. Tenemos que excavar un par de metros toda la parcela”.
- “¿Y no podemos dejar nuestro campamento en un lado? Intentaremos quitar todo lo que les pueda molestar”.
- “Lo siento, me temo que no va a ser posible. La obra abarca la totalidad del terreno”.
- “Vaya. ¿Y cuánto tiempo tenemos para movernos?”
- “Tiene que ser inmediatamente. Tenemos orden de comenzar hoy mismo con esto.”
- “¿Hoy mismo? ¿Quiere que nos vayamos ahora mismo, sin avisarnos? Me parece que va a ser difícil.” Pocas veces se le veía a Vladimir el gesto contrariado como en ese momento.
- “Ya veo. Entiendo que es una canallada para ustedes, pero le explico; yo sólo soy un empleado del ayuntamiento. No tengo ningún interés especial en molestarles ni hacer que se muevan de aquí. Pero tengo una orden de obra de los que manejan el cotarro. Sé perfectamente que este tipo de trabajos se realizan únicamente para expulsar a la gente como ustedes que viven en sitios donde, por el motivo que sea, molestan a los de arriba. Si por mí fuera, les podían dar por el culo a todos los jefes, pero si no lo hago yo, vendrá otro y lo hará. Y hoy mismo, no lo duden. El gran problema es que nos escoltan dos coches de policía, que se han quedado fuera, sólo actuarán en caso de negativa por su parte, y lo están deseando. Necesitan una negativa como excusa para que puedan pedir refuerzos y así poder traer a los antidisturbios y expulsarles de aquí rápidamente. Pero les propongo hacer una cosa, yo les puedo poner a su disposición uno de los camiones, para poder trasladar todo lo que necesiten al lugar que ustedes indiquen. Y tendrían hasta la hora de comer para recoger. No puedo hacer más, se lo aseguro.”
- “Entiendo. Le agradezco la ayuda. Voy a comentárselo a mis compañeros. Supongo que empezaremos a recoger enseguida.”
- “Muy bien. Si necesitan cualquier cosa o tienen cualquier duda, no duden en consultarme. Lo siento, y gracias de nuevo.”
El bueno de Vladimir se acercó a nosotros, con un gesto serio que nunca encajaba bien en sus juveniles facciones, y nos relató la charla que acababa de tener. Algunos de nosotros, como Ramírez y Paco el muletas, se negaron en principio. Pero Vladimir supo rápidamente convencerles de que no serviría de nada, y que lo mejor sería recoger entre todos lo más rápido posible.
Durante unos minutos, todos quedamos en silencio, dándole vueltas a lo que teníamos que hacer, a lo que perdíamos, a lo que realmente nos gustaría hacer. Todos le daban vueltas al asunto. Todos menos yo. La batalla interna que se había iniciado en mi cabeza poco tenía que ver con lo que me llevaría o dejaría allí.
Yo fui uno de los últimos en unirme al grupo. Apenas llevaba con ellos trece o catorce meses y, aunque ya me sentía completamente integrado en esta extraña familia, yo no había sido del todo sincero con mis compañeros. Yo soy policía, del departamento de operaciones antidroga. Me uní a ellos como parte de un operativo en la que vigilo los movimientos de una banda de narcotraficantes que se aloja en el edificio de enfrente.
Era un destino duro por dos motivos: el primero, yo era un agente de incógnito, con las penurias que ello conllevaba, y segundo, aquel trabajo me fue encomendado como castigo, por no mirar hacia otro lado en mi anterior caso, en el que los hijos de un famoso empresario estaban involucrados. Así que decidieron hacerme pasar más de un año durmiendo en el suelo, sin medios, sin protección. Incluso llevaba más de cuatro meses sin noticias de mi contacto, el que me debía suministrar dinero y lo que necesitara.
Lo que no se imaginaban es que allí mismo, en el lugar de mi castigo, abandonado y humillado, había encontrado algo mucho más grande e importante. Había encontrado mi sitio. Por fin había encontrado un grupo de personas con el que tenía una relación directa y sincera, libre de toda la basura a la que se supone que nos debemos acostumbrar para vivir en consonancia con este mundo. Y en ese lugar, donde se mezclaban mis dos vidas, la real y la fingida, llegó el momento en que se rompía esa conjunción. Y sentía como perdía ambas. Mi misión acabaría si no podía mantenerme en ese lugar escondido, y además perdería a esa gran gente a la que tanto me había apegado. Un gran pesar comenzó a apoderarse de mí, presionándome para encontrar una solución para aquella situación, pero sabía que no podría arreglarlo. Y en el preciso momento que acepté la derrota, que acepté que no había solución, me inundó una gran calma y la respuesta se presentó claramente.
No le comenté nada a nadie. Me puse a recoger mis cosas. Ayudé a cargar lo que nos podría ser útil allá donde fuéramos, y me fui con ellos, con mis amigos, mi familia. Renuncié a mi vida anterior, a responder ante personas viles, a seguir manejado. Me deshice de la placa en una alcantarilla cercana y me entregué por completo a una vida que ya había elegido sin saberlo hasta ese momento.
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Culpad a Bukowski
Short StoryRecopilación de historias callejeras llenas de realismo sucio y de humor. Os presento una serie de relatos que bailan en esos laberintos en los que la naturaleza humana a veces convierte nuestra vida. Bukowski.