Diagnóstico

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        Esperábamos sentados junto al fuego, con la habitual mesa formada de piedras, maderas y mantel de cartón. Nadie comenzaba a comer hasta que estaban todos. Un trago de vino era lo normal para la espera, como mucho. Después de una larga y fría mañana pidiendo y arañando monedas, los indigentes de aquel barrio descuidado de las afueras, nos reuníamos para comer, aportando cada uno lo que hubiese podido conseguir. Sólo quedaban por llegar Martin y Randy. Al primero ya se le veía venir por el fondo de la calle en cuesta. Se le veía bajar con las bolsas blancas del pan, del que se encargaba habitualmente. El que se retrasaba era Randy, y él acostumbraba a ser respetuoso con la hora de comer. 

        El solar donde teníamos los cuatro tablones que usábamos como cobijo, estaba rodeado de edificios humildes de donde emanaban decenas de olores de diferentes guisos a esas horas. Nos habíamos juntado una veintena de personas en ese pequeño y tranquilo terreno rodeado de vallas y muros. Aquellas vallas nos apartaban un poco del resto de la cuidad, a excepción de las ventanas de las cocinas de los edificios entre los que estábamos, donde siempre asomaban señoras frustradas que no perdían la oportunidad de llamar a la policía cada vez que veían cualquier signo de jaleo en nuestro comportamiento. 

        Martin dejó las bolsas con el pan, se sirvió un vasito de vino y se sentó mientras exhalaba un pequeño gruñido mezcla de placer y cansancio. Esperábamos en silencio, cada uno pensando en sus cosas cuando, casi a la vez, nos miramos unos a otros con la misma pregunta en la cabeza. 

-      “Bueno, ¿y Randy? ¿Por qué tarda tanto? Que hoy tengo un hambre fuera de lo normal.” Dije yo.

-      “Esta mañana tampoco le he visto.” Aclaró Goose.

-      “¿Alguno le ha visto hoy?” Pregunté sin respuesta de nadie.

-      “¡Randyyy!” Gritó Mario el gitano, siempre tan poco delicado, siempre a voces. 

        Del rincón de Randy se escuchó un balbuceo inteligible que terminó con un sonoro y claro taco. A todos nos arrancó una media sonrisa con la que nos miramos unos a otros haciendo todo tipo de gestos pero sin decir ni una palabra. Al cabo de un minuto, Randy apareció de detrás de la lona, con los ojos casi cerrados, deslumbrado por la luz del mediodía y rascándose violentamente la espalda y el cuello. 

        Randy se sentó en su sitio, un poco apartado del resto, porque sabíamos que esos picores se pegaban. Hacía ya un par de meses que sufría de una incomodidad que era capaz de traspasar a otras personas con el simple contacto. No era raro que cualquiera de nosotros tuviera ese tipo de inconvenientes de vez en cuando, la higiene era algo difícil de mantener en las condiciones en las que vivíamos. Pero el caso de Randy tenía algo raro, y tal vez más grave de lo que pensábamos, pues nos habíamos dado cuenta que cualquier contacto físico con el venía seguido del traicionero picor y malestar. 

-      “¿Qué te ha pasado hoy? ¡Mira que eres ceporro!”. Le dijo Marcus, el rumano sin pierna, en un intento de agilizar el comienzo de la comida.

-      “Que no me encuentro nada bien. Tengo un picor que ya no cesa ni con vino ni con nada. Ni siquiera cuando duermo. Me estoy preocupando bastante.”

-      “Deberías haberte dado las friegas de alcohol cuando te lo dije. ¡Limpiar y desinfectar!” Replicó Marcus mientras se partía un gran trozo de pan y animaba al resto con la mirada a ir empezando a comer.

-      “La hermana de un compañero, hace años, se dejó sin cuidar una uña infectada, y unos meses después, un día se levantó y la pierna no le respondía. Tenía una buena liada. Esas cosas mejor atajarlas desde el principio.”

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