La Lección del Día

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Hoy hay colegio y Julio está terminando de arreglarse en el espejo. A Julio le gusta llevar el pelo perfecto. No puede asomar ningún pelo rebelde en la peinada y perfecta onda de su cabello dorado. Cuando está completamente satisfecho con el resultado, coge la mochila y le pide dinero para el almuerzo a su madre.

Julio sale a la calle con confianza. Lleva sus zapatillas favoritas, y las lleva perfectamente limpias. Pantalones de pitillo, sin calcetines y gorra. Tal como hacen todos los chavales. Lo estaba haciendo todo perfecto, se sentía perfecto.

En el camino, Julio se va encontrando con amigos y compañeros de clase. Haciendo piña se siente más seguro, más grande. Ya son unas cuantas gorras y unas cuantas zapatillas sin calcetines. Lo están haciendo bien. Disfrutan del trayecto, bromean, ríen. Los amos de la calle no tardan en llegar al colegio.

Julio se está dejando ver en la puerta por las chicas. No vale cualquier postura. Hay que hacer las cosas bien. Apenas tienen catorce años, algunos quince, pero tienen claro lo que hay que mostrar y lo que no, la importancia de las relaciones sociales. Llegan más gorras, más pantalones ajustados, se unen las mallas. Sin rastro de calcetín alguno.

Entonces Julio se da cuenta de que por las escaleras va a pasar Bruno, ese silencioso chaval que llevaba la misma ropa durante semanas, que nunca se metía con nadie, y que nunca replicaba si se metían con él. A Julio le gustaba Bruno. Era una manera de hinchar su ego gratis. Era una estupidez no aprovecharlo.

Suelta una gracia a su costa, todos ríen. Bruno sigue subiendo ignorando lo que le dicen. Julio vuelve a tener otra ocurrencia a costa de Bruno. Todos vuelven a reír. Esta vez alguno más se anima a añadir algo hiriente. La risa sigue para todos menos para Bruno. Otro le tira un chicle usado y se lo pega en la mochila. Muchas risas. Bruno solo se alegra de llegar ya a la puerta principal y pasar dentro. Julio se siente hinchado y se embriaga de ese momento de seguridad en el grupo. Vacila a las niñas, ríe con los niños, se siente el rey.

Pasan a clase, y el día en el colegio transcurre entre aburridas lecciones, risas escondidas y carreras a los baños para mirarse el pelo en los espejos. Lo de todos los días. Eso Julio lo tiene dominado.

Después del horario lectivo, y de comer en casa, pasa la tarde en el parque con sus amigos. Gorras y mallas de diferentes colegios, pero las mismas risas y las mismas bromas. Julio adora su vida, la disfruta y, al caer la noche, vuelve a su casa satisfecho.

Una vez en casa, Julio no sale de su habitación hasta la hora de cenar. Siempre intenta cenar rápido porque sus padres le preguntan cosas, hablan con él, y es algo que hay que evitar. No es de chicos modernos.

Entonces suena el timbre de la puerta, y la madre se apresura a levantarse de la mesa, mientras se limpia el último bocado con la servilleta, para abrir la puerta. Julio apenas presta atención, está absorto buscando en la tele algo que le distraiga de sus padres. Se oye un estropicio, golpes sordos en paredes y puerta. Cuando Julio gira la cabeza hacia el pasillo, ve a su madre retroceder con las manos extendidas, balbuceando algo que no entiende.

Pegados a la madre comienzan a aparecer dos, tres, seis, ocho señores con barba y abrigos. Van entrando en el salón al trote, como una manada desbocada, pero a ritmo de persona mayor. El padre apenas objeta alguna palabra, pero en seguida es arropado por varios hombres que le levantan de la silla y le empujan torpemente hacia la pared del fondo. Por la puerta principal sigue entrando gente. La mayoría va directa al salón, que empieza a llenarse, otros se dispersan por la casa. Julio se apresura a abrazarse a su madre, que a su vez se abre camino hacia el padre.

Cuando parece que el padre va a empezar a gritar, rápidamente le abrazan varios señores y le invitan a callarse con un dedo en la boca y caricias en el pelo. La mezcla de miedo y confusión ha dejado paralizada a la familia feliz. No entienden qué ocurre. Por la puerta sigue entrando gente, al menos hay sesenta personas en ese momento.

Durante unos minutos, sigue entrando gente y ellos se mantienen a la expectativa, hasta que parece que han entrado todos y se cierra la puerta. Uno de ellos, el más cercano a la televisión, sube el volumen un poco, para disimilar un poco el ruido interior de la casa. Entre varios, conducen a la familia al sofá, donde los sientan y les acercan el resto de cena que les quedaba por terminar. En ese momento ya se habían dado cuenta que todos eran gente sin hogar. El olor era penetrante y extraño. Los andrajosos hombres y mujeres de la casa comenzaron a acomodarse en las sillas, el suelo, alrededor de ellos.

Nadie dice nada, ni una palabra. Los únicos que intentan decir algo son el padre o la madre, pero siempre obtienen la misma respuesta; un montón de dedos índices sucios tapándoles la boca gentilmente. Mientras, van sacando toda la comida de la nevera, repartiéndosela sin mediar palabra.

Pasan la noche durmiendo en el sillón, rodeados de hombres y mujeres indigentes, que les abrazan y acarician continuamente, siempre con cálidas sonrisas de podridos dientes. Nada violento ocurre, nada malo les ocurre a la familia, que se mantiene quieta y expectante ante ese escenario que no entienden.

Se despiertan al sentir movimiento. Acaba de amanecer y parece que la gente empieza a desalojar la casa. Poco a poco van abandonando la casa, pero mantienen el silencio en todo momento. El último cierra la puerta y lo único que queda es un denso olor y una nevera vacía. Los padres parecen recobrar la movilidad y recorren rápidamente la casa. No faltan dinero, joyas u otros objetos. Solo han cogido la comida de la nevera y de la despensa.

Julio pregunta a sus padres qué ha ocurrido, a lo que no tienen respuesta. Pasada una hora, deciden retomar su vida y actuar normalmente.

La mañana va cobrando normalidad poco a poco, sobre todo una vez fuera de casa y, cada amigo que Julio se va encontrando de camino al colegio, suponía un paso hacia lo habitual. En unos minutos Julio sólo tenía en la cabeza las tonterías de sus amigos. Eso le hacía volver a sentirse como él mismo otra vez.

La entrada del colegio comienza a llenarse de gorras, mallas y tobillos desnudos. Las risas normalizan la situación y Julio no deja una pose sin clavar. Las niñas miran, sabe cómo responder a eso.

Entonces aparece Bruno, pero esta vez no se dirige directo a las escaleras, esta vez se dirige hacia Julio. Cuando se quiere dar cuenta, por las miradas de los demás, se gira y tiene a Bruno ya muy cerca. En ese momento abre la boca para decir algo, probablemente una chanza, pero Bruno se adelanta y le pone el dedo índice en los labios, le sonríe y le acaricia el pelo. Lo hace unos segundos y se vuelve hacia la escalera. Julio se queda completamente quieto. Nadie dice nada, nadie ríe, nadie entiende. Bruno sube despacio la escalera, hasta la entrada.

Julio se queda con la mirada perdida. Sus amigos le hablan, pero Julio está lejos en ese momento.    

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