Señor Mariano

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        Aunque la lluvia era ligera, no había parado de caer en toda la mañana. Con tanta humedad en pleno invierno, y sentado varias horas ya allí en el suelo, el señor Mariano empezaba a sentir algo de frío debajo de sus dos enormes y viejos abrigos. A pesar de la incomodidad, el señor Mariano apenas cambiaba de postura. Parecía una estatua dedicada a la tristeza y la soledad, allí a un lado de la enorme acera, en el lateral de un lujoso portal del centro de la ciudad. 

        Un pequeño y agrietado platito de plástico blanco era lo único que invitaba a dejar alguna moneda. Ningún cartel, ningún gesto a la gente que pasa. El señor Mariano cambia de calle casi cada día, pero no cambia el gesto. Un gesto completamente perdido, sin vida alguna. Son muchas las caras tristes que se pueden encontrar en la calle, pero la del señor Mariano era la imagen clara de alguien que vivía por inercia. 

        El señor Mariano no llevaba mucho tiempo en la calle. Hace apenas unos años, tenía un cálido hogar con toda clase de comodidades en la que siempre le esperaban una esposa y un hijo que le querían. Tenía un buen trabajo en el departamento contable de una aseguradora médica. Nunca le faltó un sueldo, y nunca pensó que un día le podría faltar. Ocupaba la mayor parte de su tiempo en hacer feliz a su familia. Compras, regalos, detalles y comida. Durante casi toda su vida fue feliz casi sin saberlo, casi sin saborearlo. 

        Pero un día fatal todo aquello cambió. Lo que a él le parecía la vida que por derecho le correspondía, se truncó rápidamente. Todo empezó con la detección del cáncer de su hijo. Un poco usual tipo de cáncer que requería de unas intervenciones y unos cuidados muy concretos, y por supuesto, caros. Tras el impacto inicial la esperanza se apoyaba en el seguro médico privado que tenía él y su familia, parte de las retribuciones y beneficios de trabajar en una empresa aseguradora del sector médico. De otro modo no habría podido optar a esos tratamientos. Pero para su desgracia, ese fue precisamente el principio. 

        Algún alto cargo de la empresa se dio cuenta que les resultaba mucho más barato despedir al señor Mariano, quedando invalidada así su póliza médica, y no teniendo que hacer frente a los gastos que iba a producir el cuidado de su hijo. Así que decidieron que era más ventajoso pagar el despido y abandonarles a su suerte. El señor Mariano luchó con fuerza, pero finalmente el mismo presidente de la compañía tomó la decisión de despedirle y deshacerse del problema. 

A partir de ahí, todo fue una caída libre a los infiernos. Primero utilizó todo el dinero que tenían de la indemnización y de la hipoteca de su casa para intentar reunir la cantidad que su hijo necesitaba, pero apenas les dio para la primera fase de la terapia. Debido a la tardanza en reunir más dinero, el chico murió antes de comenzar la segunda fase. El golpe fue demasiado duro para el matrimonio, y la mujer del señor Mariano decidió quitarse la vida un par de semanas después. 

        En esos momentos se había iniciado una espiral imparable que continuaría con la ruina total, la pérdida de su casa y finalmente con él viviendo en la calle. Y desde entonces, deambulaba por las calles, con su gesto pétreo y la mirada perdida.

         Ahora llevaba ya casi dos años durmiendo en parques, portales y agujeros. No había hablado con nadie ni entablado amistad en todo este tiempo. Vivía en aparente y permanente estado catatónico. A veces ni se molestaba en comer. Mucho menos se iba a molestar en cubrirse con un sombrero o capucha en día lluvioso como aquel. 

        Pero después de todo este tiempo, de todo este maldito viaje, el señor Mariano alza la mirada y parece cobrar vida. La enorme puerta negra del portal se ha abierto pesadamente y salen dos hombres trajeados. Uno cercano a los sesenta años, el otro, algo más joven. El señor Mariano les sigue con la mirada cuando pasan delante de él, y se levanta costosamente en cuanto se han alejado un par de metros. Entonces se acerca todo lo rápido que puede, blandiendo un hierro largo y oxidado en la mano, y se lo clava en la nuca al hombre más mayor, de abajo a arriba, haciendo que el hierro vuelva a salir por una de las cuencas oculares. 

        Fue el único regalo que había recibido estos últimos años, y tardó un tiempo en darse cuenta. Fue después de vivir un par de meses en la calle, se dio cuenta, era invisible. Y en esos momentos era todo lo que tenía, ser invisible. Así que cuando se planteó vengarse del presidente de su antigua empresa, al que culpaba de todas sus desgracias, la invisibilidad era su única baza y herramienta.  

        Y por eso estaba allí, ahora inmovilizado de cara al suelo, ajeno a los gritos y al tumulto que había formado. Le había inundado una inmensa sensación de paz al haber eliminado a aquel hombre, a aquel ser horrible guiado por el dinero. Y una ligera sonrisa de satisfacción apareció en su boca. Le hacía gracia que la persona que le quitó todo y le dejó en la calle, ahora iba a ser el medio por el cual iba a obtener un sitio cálido y comida para el resto de su vida. Aunque éste fuera la cárcel.

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