Pesadilla reveladora

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Cinco días habían transcurrido. Regina y Emma aprendían a vivir y convivir juntas, a conocer las costumbres de la otra. Desde su llegada a la mansión, la rubia nunca la había abandonado, conformándose con pasar la mayor parte de su tiempo en el jardín, con un cuaderno en las manos sobre el que parecía garabatear, una y otra vez. Bajo el majestuoso manzano propiedad de la dueña de la casa, ella parecía mejorar. A veces, cerraba los ojos y respiraba a pleno pulmón, apreciando su libertad reencontrada. Cansada, Emma terminaba, a menudo, por quedarse dormida una hora o dos, como mucho, antes de despertarse sobresaltada, invadida por una nueva pesadilla.

A Regina, por su parte, le costaba seguir el ritmo. Estaba tan cansada...a veces se le cerraban los ojos mientras estaba trabajando en un expediente, y se despertaba una hora más tarde, con su cabeza reposando en su brazo dormido. Porque cada noche escuchaba a Emma y cada noche se encontraban en el banco. Esas dos últimas noches, la rubia incluso se había tomado la libertad de prepararle su acostumbrado té a la alcaldesa, sabiendo pertinentemente que se uniría a ella, minutos más tarde. Así que ellas se quedaban ahí, sentadas en el banco, a veces en silencio, a veces hablando de todo y de nada...sobre todo de nada.

Ya hacía más de un semana que las dos mujeres no dormían sino una hora por aquí, una hora por allá durante el día. Pero esa noche, Regina ya no se tenía en pie. Tras la cena, se había excusado y se había ido a su cuarto, se había recostado en su cama completamente vestida y había caído de cansancio sin apenas darse cuenta.

Pero esa noche fue cruelmente difícil para la morena quien, asediada por sus sueños, fruncía su ceño en sueños. Se revolvía en la cama, provocando que las sábanas se deslizaron hacia abajo, a los pies de la cama.

Fue el primer gemido de dolor de Regina que hizo alzar la cabeza de Emma a las dos de la mañana. En su habitación, ella tampoco conseguía conciliar el sueño, por miedo a volver a ver su imagen tras sus párpados cerrados. Así que ella garabateaba, escribía lo que podía con su mano izquierda, ya que la otra aún estaba escayolada. Escribir lo que pensaba le permitía no volverse loca, era la única escapatoria que había encontrado. Sin embargo, hubo otro grito. Más estridente, más fuerte, más doloroso.

La rubia se levantó precipitadamente y se dirigió, sin pensar, hacia la habitación de la alcaldesa. La puerta estaba ligeramente entornada, y Emma no pudo evitar echar un vistazo. Y lo que vio le partió el corazón.

La luna, con su suficiente claridad, iluminaba una triste escena. Encogida sobre sí misma, Regina estrechaba entre sus dedos su almohada, tan fuerte que sus falanges emblanquecían. Tenía la boca abierta, dispuesta a gritar en cualquier momento. Su rostro crispado reflejaba un vivo dolor que parecía extenderse por el resto de su cuerpo. Y todas las lágrimas que se escapan de sus ojos completaron esa desoladora escena.

Y un último grito de la morena aterrorizó el corazón de Emma que abrió la puerta bruscamente. Al diablo las buenas maneras, ella no podía dejar a la persona que la había salvado pasar tal tormento. Sentándose en la cama, cerca de ella, la rubia posó sus manos en los temblorosos hombros de la alcaldesa.

«¡Regina, despiértese! ¡Regina!» no quería asustarla más, y se mantenía lo más dulce posible.

Pero no era suficiente. La morena aún tenía los ojos cerrados, y continuaba agitándose bajo las manos heladas de Emma. La rubia se sentía espantosamente impotente, incapaz de devolverle el favor. Por una vez que Regina necesitaba de ella, y no al contrario...no lograba ocuparse de la alcaldesa tan bien como esta lo hacía con ella. Emma se culpaba. Espantosamente.

Esta vez, agarró el rostro de la morena con un puño para que dejara finalmente de agotarse en esa dolorosa pesadilla.

«¡Regina, despiértate! ¡No es más que una pesadilla...! ¡Venga, despiértate, por Dios!»

Y de repente, la morena abrió los ojos, la respiración cortada. Parecía tener tanto miedo...su cuerpo entero temblaba y las gotas de sudor que perlaban su frente la volvían vulnerable. Emma quería protegerla. Solo protegerla.

«Soy yo, Regina...Emma. Estoy aquí. Mírame...No era más que una pesadilla, todo está bien, te lo prometo»

Regina ya no se movía, paralizada por un miedo que devoraba su cuerpo.

«Respira Regina...Respira»

Emma, que se había inclinado sobre su salvadora, intentaba calmarla como podía. Sus manos habían soltado el rostro de la morena para acariciar dulcemente sus cabellos. Quería parecer sosegada y no dejaba de repetirle en bucle que no era más que una pesadilla, que tenía que respirar y que todo iba bien.

Al cabo de varias decenas de minutos, Regina parecía estar calmada y había recobrado una respiración menos caótica. Emma continuaba tranquilizándola, a pesar de la incómoda posición. Podría haberse pensado que estaba arropando a un niño que se negaba a dormir, por miedo a ser atacado por los malvados monstruos escondidos bajo la cama.

«Perdí a mi marido en un accidente de coche...mi marido...y mi hija»

Regina seguía con los ojos como platos y había hecho esa confesión con la voz rota. La revelación de la morena detuvo en seco los gestos de Emma.

«¿Puedes quedarte esta noche aquí, Emma...por favor?» dijo Regina, débilmente.

Por primera vez, la alcaldesa no había dejado que las numerosas barreras que había alzado alrededor de sí le impidieran pedirle a la rubia lo que quería. Y sin que la morena tuviera tiempo de pensar que había ido demasiado lejos, Emma movió su cabeza en señal de confirmación. Si Regina la necesitaba de esa manera, entonces ella estaría ahí para sostenerla. Era una justa retribución de las cosas. Se levantó del lado de la morena, rodeó la cama y se recostó a su lado. Con sus pies, hizo subir las sábanas que estaban arremolinadas a los pies de la cama. Al llegar estas a sus manos, tomó el cuidado de cubrir los hombros de la morena que se había dado la vuelta hacia ella.

Cara a cara, Regina y Emma no apartaban lo ojos la una de la otra, sus dos manos sosteniendo sus respectivas cabezas. La morena constató que la presencia de la rubia era todo lo que necesitaba en ese preciso instante. Ella había sabido calmarla, tranquilizarla y dejar sus propios demonios de lado para quedarse con ella. Nunca habían estado tan cerca y sentir a alguien cerca de ella le hacía un gran bien. Nunca había tenido a nadie en su vida para sostenerla, y se estaba dando cuenta en ese momento de hasta qué punto la presencia de una amiga podría ser benéfica.

Transcurrieron varios minutos así, sin un ruido. Una vez más, todo estaba en su sitio...Después, con una infinita dulzura, Emma recobró la palabra en un delicado murmullo

«Háblame de ellos, Regina...»

Por nuestra segunda oportunidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora