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La suerte nunca fue su aliado. Siempe fue su evasión, su imposibilidad.
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Observó los focos de luz que colgaban del techo, como si fueran las cuentas de una cortina de luces mágicas, y se sintió atraída hacia la luz; inmediatamente supo cómo sentía un mosquito.
Corazon Roto tenía el irracional deseo de acercarse y tocar con sus dedos aquellos focos que iluminaban el local de regalos. Era como ver algo hermoso, hermoso y peligroso; algo que podías ver pero no tocar. Era algo frustrante, lindo de admirar. Pero nunca se habia sentido tan hipnotizada por algo, aunque el local tenía muchas cosas preciosas que le sacaban un suspiro a cualquiera; por algo ella siempre acudía a los regalos cuando estaba triste.
Casi todos los artículos eran artesanales; todos tenían un estilo vintage y rústico que los hacían simplemente hermosos y sofisticados. Habían grandes sillas de madera, con almohadas con formas de flores y ella—tontamente—agarró uno de corazón.
Lo miro como una persona observa un símbolo importante, con una cruda curiosidad; algo que no le dejaba superar sus heridas. Y ella, en ése instante de inexorable sabiduría, se sintió tonta.
Sí, tonta.
¿Por qué me duele tanto?, se preguntó, irritada consigo misma. ¿Por qué lo siento, pero no logro expresarlo con lágrimas?
Corazón roto, a pesar de la caminata diurna sin destino que había hecho aquél día de verano, no había llorado. Y quería hacerlo; lo quería tanto...
Quería llorar, quería gritar como nunca lo había hecho. De dolor, de amargura, de pura y cruda frustración. Se sentía indignada y ofendida; quería romper cosas. Quería romper el corazón que tenía en sus manos.
Quería dejarlo hecho pedazos.
Pero aunque lo deseaba con fiereza, no era capaz de hacerlo. Era consciente de que éso no sería nada, no lloraria, no gritaria; sólo rompería algo que después ella tendría que pagar. ¿Porqué iba a pagar por algo que había roto? Y si lo compraba, ¿para qué, si al final ya estaba roto?
Dejó la almohada sobre la silla y caminó por su pasillo favorito. Había cuatro pasillos en aquel lugar; y los regalos iban de menor a mayor. Ella estaba en el primero.
Miró los sobres, las mariposas de juguete, las cintas para el pelo. Las pulseras de colores, los lápices de papel y los sombreros de tela de verano. Apenas y sonrió cuando observó los anillos con forma de Luna, que alguna vez le habían hecho tan feliz.
Antes habría sonreído y se habia comprado una decena para colocarlaselas en cada uno de sus dedos. Hace a penas unos días ella había sido una joven con manías de Infante; hoy sólo buscaba otras cosas. Nada de anillos ni sonrisas forzadas. Buscaba algo intangible, algo que pronto se asemejaria a una curita.
Ella despegó la mirada de los sellitos con forma de cara feliz, y la dirigió hacia los cuadernos. Eligió uno cualquiera y agarró una lapicera de tinta negra. No queria desperdiciar su tiempo; los minutos ya no corrían con normalidad. Ahora pasaban como el aleteo de un colibrí, rápido y desenfocado. Difuso a los ojos de los humanos. Y aunque lo era, la chica ya no se sentia real; solo era una neblina sin razón.
Llevó el cuaderno, el lápiz y algunos pares de sobres hacia la caja. Allí la encargada parecía tan concentrada en sus pensamientos, que Corazón roto tuvo el injustificado deseo de saber qué era lo que le distraía tanto a aquélla chica de ojos perdidos. A pesar de éso, la chica trabajaba con normalidad. Le anunció el costo y ella metió las manos en los bolsillos de su pantalón, buscando efectivo.
Sacó puros billetes arrugados, junto con unas pocas monedas de la suerte; ahora sabía que las últimas ya no servían, así que despegarse de ellas no le dolió tanto. Tenía una costumbre; probaba la suerte en las monedas que tenía. Las llevaba a todas partes, viendo si con ellas había suerte o no. Las que habían estado en sus bolsillos no eran de su propiedad, pero la suerte había sido sólo para ella; igualmente los consideraba como suyos, aunque sabía que no lo eran.
Mientras contaba lo que tenía, observó de reojo un simple atrapasueños de color blanco que colgaba cerca de la cabeza de la chica que seguía sumida en sus pensamientos. Se movía de derecha a izquierda; bailaba con la brisa y parecía buscaba su atención.
Bajó la mirada hacia lo que tenía y contó; le sobraba un poco.
Le pagó a la chica y agarró la bolsa; aunque verdaderamente no queria hacerlo. Salió del local con paso lento, como si algo no la dejara ir. Corazón roto recordó el atrapasueños y a pesar de que le parecía una idea absurda, lo culpó de todo. Sabía que si se iba sin él no viviría tranquila. Pero...
Giró y volvió corriendo hacia el local. La encargada estaba sentada y fruncia el ceño. Tenía el pelo de color miel, y los ojos marrones y nublados; parecia de unos veinte años, pero sólo eran vagas conjeturas. Caminó con lentitud, aun agitada y buscó su voz.
—Señorita —llamó a la chica, que saltó en su asiento—. ¿Cuánto cuesta?
Señaló el adorno y la chica lo miró por un segundo. Se había quedado como tildada, reiniciando su rutina, o reanudandola tal vez. Después de decirle el costo, Corazón roto arrugó la cara con desilusión.
—No me alcanza...
Se giró lentamente, pensando en qué sus monedas de la suerte no le fueron de ayuda; otra vez.
—Esperá —giró la cabeza y se encontró con la chica, que por estar de pie notó el dibujo de unas nubes en el interior de su brazo izquierdo; ella le tendía el adorno—. Dame lo que tengas, no importa.
Ella, sorprendida, no entendió la acción de la chica de las nubes; pero de igual forma, no dijo nada que no fuera un casi silencioso «gracias».
Emprendió su camino—de destino incierto—y pensó en que tenía que volver a su casa. Esperaba que la suerte no la abandonara tan rápido.
Mientras tanto, en un lugar lleno de tazas decoradas, Frío no sabía qué hacer.