18: Quiero decirle la verdad

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Julián aparcó frente a una hamburguesería que estaba situada entre Arboles de robles y Lemures. Vio el coche de Federico Ryder y tomó aire.
Llevaba dos días tan nervioso que apenas comía. No tenía a nadie con quién hablar y confiarse más que al policía, que no era precisamente su mejor amigo.

El inspector lo estaba esperando en su coche. Julián abrió la puerta y entró. Federico se estaba tomando un café.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó.

—No, gracias —contestó Julián.

—¿Qué pasa? ¿Estás teniendo problemas con la rubita?

Julián lo miró fijamente. Ya le resultaba suficientemente penoso tener que confiar en el policía como para que, además, le leyera el pensamiento.

—¿Cómo sabes lo de Rosana? Nunca te he dicho que estuviera saliendo con ella, ni siquiera te había dicho que vivía en El Hoyo.

—Qué casualidad, ¿verdad? Eso de que hayas terminado en la misma ciudad.

—Sí. Parece ser que el Gran Hermano vigila todo lo que hago.

—No te pongas así. Mi trabajo es mantenerte con vida y no lo puedo hacer si no te vigilo.

—¿Eres un indio tradicional? —le preguntó Julián.

—No —contestó el inspector.

—Yo tampoco.

—Ya lo sé.

Por supuesto que lo sabía. Aquel hombre lo sabía todo sobre él.

—¿Es eso lo único que tenemos en común?

—Probablemente porque a mí no me parece que los inspectores de policía y los antiguos mañosos sean buenos compañeros de cama —contestó Ryder.

Ambos se rieron. Su relación era absurda y más importante de lo que Julián creía.

—Se ha enamorado de mí —le dijo Julián pasándose los dedos por el pelo—. Y yo también la quiero.

—¿Y?

—Y no sé qué demonios hacer. ¿Cómo me voy a embarcar en una relación seria con una mujer que ni siquiera sabe quién soy?

—Claro que sabe quién eres, sabe que eres Julián Rossini.

—Me siento fatal con tantas mentiras
—dijo Julián mirando hacia el horizonte—. Le he contado a Rosana que estuve casado y que mi mujer murió de cáncer, pero no le dicho cómo se llamaba ni le he contado nada de su familia.

—Pero quieres contárselo -comprendió Ryder—. Quieres hablarle de Facundo.

Julián sintió que el corazón le latía aceleradamente. La idea de contarle a la mujer a la que amaba que había sido miembro de la mafia le desagradaba, pero no hacerlo hacía que se odiara a sí mismo.

—Tiene derecho a saber qué tipo de hombres soy.

El policía no estaba de acuerdo.

—Muy bien, te has enamorado de una mujer, fenomenal, pero tienes que
considerar el futuro. ¿Y si no sale bien? ¿Y si te casas con ella y al cabo del tiempo te pide el divorcio? ¿Y si haces algo que le molesta? Una esposa despechada podría querer vengarse de ti recurriendo a la mafia.

—Rosana jamás haría eso.

—¿Cómo demonios lo sabes? ¿Cuánto tiempo llevas con ella? ¿Un mes?

Julián se mordió la lengua, pero sabía que Rosana jamás lo traicionaría.

—No puedo seguir mintiéndole, no lo soporto.

—Cuando entraste en el programa, ya sabías cuáles eran las normas.

—Si se lo digo, ¿qué harías? ¿Me echarias del programa?

—No.

—¿No? —sonrió Julián.

El policía no sonrió.

—No serías el primer testigo protegido que cuenta la verdad a su pareja y supongo que no serás el último, pero no entiendo por qué te empeñas en hacerlo.

—Te prometo que le haré entender el riesgo.

—Más te vale.

—También te prometo que te mantendré informado. En cuanto se lo cuente, te llamo.

Ryder, que se había terminado el café, encendió un cigarrillo.

—¿Cuándo se lo vas a contar?

—¿Cuándo? —dijo Julián nervioso—. Pronto. Cuanto antes.

—¿Hoy? A ver qué te dice porque se va a llevar una buena sorpresa.

Julián se revolvió incómodo. ¿Qué estaba haciendo Ryder? ¿Intentando que se echara atrás? De repente, el coche se le antojó muy pequeño y tuvo que salir para tomar aire.
Ryder lo siguió al cabo de un minuto y lo encontró apoyado contra el coche porque las piernas apenas lo sostenían.

—Tengo que hacerlo —dijo Julián.

—Espero que te salga bien, Rossini. Espero que encuentres lo que buscas, paz, redención o lo que sea. Sea lo que sea, espero que te vaya bien.

«Yo también», pensó Julián mientras maldecía a Facundo Soler.

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