Solía esconderme entre las palabras,
entre explicaciones,
entre mentiras.
Me daba miedo hablar por
si él escuchaba demasiado,
por si acaso estaba esperando
para hacerme pedazos.
Sus palabras eran dinamita
para mi pequeño corazón amarillo
y sus ojos siempre estaban en mi,
como dos soles que se apagaban
con sus enormes sueños.
Y todas las noches, entre la niebla
de las calles grises
me acercaba a él y le gritaba que
los corazones se rompen,
porque son aún más frágiles
que nosotros mismos
y que el alma se alimenta
de colores vivos,
como él mismo.