Capítulo tres.

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03
Pervertidos semidesnudos y nuevos compañeros.

Los primeros diez días (y medio) dentro del Howard Spencer transcurrió tan rápido que siquiera pude notarla. Lentamente me había acostumbrado a la presencia de Adam (que, por cierto, descubrí que estudiaba medicina y cursaba primer año, al igual que yo, la primera clase del lunes. Vaya sorpresa me llevé) y su mellizo Jeremy. También conocí a Bruno, Colin y Jackson, con quienes forjé una rápida amistad, al igual que con los hermanos rubios: estaban comenzando a ganarse mi confianza poco a poco y yo la suya. Pero me sentía algo mal por eso y, a pesar de apenas conocerlos, no podía evitar pensar en qué sucedería si ellos se enteraran quien soy en realidad. Me refiero, ¿cómo reaccionarían? ¿Se enojarían conmigo? Claro que lo haría, lo sabía con seguridad, ¿no volverían a hablarme? Era lo más probable. Y durante los tres meses siguientes, mi mente se la pasó ideando situaciones en las que se lo podría decir cuando todo terminara. Aunque, siendo sincera, fue muy diferente a lo que planeé; pero esa es una historia algo distante, por ahora.

—¿Verdad, Luke? ¿Luke? —me preguntó.

Estaba justamente pensando en eso cuando unos dedos chasquearon frente a mis ojos, intentando despertarme. Quise cubrir el sobresalto que di con una media sonrisa dirigida a Jeremy.

—¿Qué dijiste?

—Ellos no creen que sea capaz de comerme nueve hamburguesas de una sola vez.

Cuando Adam me presentó a Jeremy, horas luego de conocemos, el rubio menor me desafío a comerme más rápido que él una hamburguesa de cuatro carnes. Le gané, pero para mantener su orgullo en alto, se comió otra de cinco carnes. Al final del día terminé con dos rubios como nuevos amigos y él con un récord de nueve hamburguesas y una leve intoxicación... Larga historia.

—No sé porque aún le discuten, saben que Jeremy es como un perro hambriento que no ha comido en año —añadió Adam y yo asentí con la cabeza.

—Es que es imposible —discutió Jackson.

—Nada es imposible para un Crane con hambre —Jer golpeó su pecho con orgullo mientras que su hermano rodó los ojos. Los demás reímos.

Fue extraño, cómo un aviso o un mal presentimiento: al pisar el primer escalón de la entrada del dormitorio, sentí una extraña sensación que hizo que un gran escalofrío recorra toda mi espalda. Agité mi cabeza, tratando de aislar el mal momento y volví a alcanzar al grupo.

Cuando los chicos entraron a sus respectivas habitaciones, moví mi mano izquierda de un lado al otro en forma de saludo, a pesar que ninguno me vio.

Hasta ahí todo estaba bien. Sospechosamente bien. El día transcurrió normal (si es que ya podía llamar "normal" a algo en que sólo tenía una semana marchando): Jeremy armando un gran escándalo con su desastrosa risa mientras que Adam intentaba callarlo, Jackson y Bruno discutiendo sobre temas extraños e irreverentes y yo intentando concentrarme en la clase del profesor Stinson entre tanto bullicio detrás mío. En la hora del almuerzo crear competencias raras de las cuales nos arrepentiamos al iniciar la siguiente clase, y a veces salir a desayunar o merendar afuera. Era bastante increíble cómo ya había forjado una rutina con esos cuatro chicos, a tan sólo días de conocerlo.

Rutina que estaba a punto de cambiar.

Intenté abrir la puerta de mi cuarto girando la perilla, pero algo lo impidió. Volví a tomar el picaporte, esperando que mi fuerza sólo me haya traicionado y haber presionado mal; pero no fue así. Estaba cerrado. Y yo no había cerrado el cuarto con llave antes de salir.

—Algo está mal... —murmuré.

—¿Qué sucede?

Adam se había convertido en un experto en asustarme. Según él, era divertido observar mi expresión tras casi sufrir un paro cardiaco, y riendo a carcajadas solía pedirme perdón (Hay cosas que nunca cambian, amigos). Pero esa vez fue diferente; en su cara no mostraba diversión, sino que su ceño fruncido predominaba y lucía algo afligido.

—No se abre.

Forcejeé una última vez con la puerta.

—¿No lo cerraste con llave antes de irte?

—No... no. Estoy seguro que lo deje abierto, vine a buscar libros antes de la última clase.

Desprendí la correa derecha de mi hombro y abrí la mochila, en busca de la maldita llave. Ya estaba al borde de la paranoia; es que, en serio, nunca cerré la puerta de la habitación con cerrojo esa tarde. Revisé tres veces en cada bolsillo de la mochila negra, que ahora parecía inmensa. Cuando al fin la encontré, Adam me la arrebató de mis manos y sin consentimiento previo abrió la puerta, entrando primero. Lo seguí, guardando distancia.

Él estaba siendo precavido, lo noté desde el principio.

—No hay nadie aquí —informó.

—Es muy extraño, en serio sé que dejé la habitación abierta.

—¿Seguro? Tal vez estás delirando. Deberías dormir mejor —bromeó, o eso esperaba.

—¡No tengo alucinaciones, Adam! —le reproché con el ceño fruncido. Sólo obtuve una sincera sonrisa de su parte.

—Lo que digas, enano —achicó sus ojos, intentando intimidarme—. Me iré ahora. Te veo luego.

—Adiós.

Justo en el momento que Adam cerró la puerta, escuché unos desconocidos pasos acercarse. Por acto reflejo, volteé al único lugar que no estaba vigilando: el cuarto de baño. Reconocí una figura obviamente masculina saliendo de ahí, y mientras más se acercaba más podía distinguir a la persona, llegando incluso a notar que lo único que traía puesto era una toalla amarrada a su cintura.

Entonces un grito se escapó de mis labios.

¡Había un pervertido semidesnudo en mi habitación! ¿Qué esperaban que hiciera? ¿Llorar?

Tapando mi boca ahogué otro chillido, sintiendo mi corazón latiendo a mil por segundo.

—¡¿Quién rayos eres tú?! —Parecía que entre los dos había una especie de sincronía invisible, pues gritamos exactamente lo mismo, al mismo instante, con la misma expresión de horror—. ¡No, no! ¡¿Quién eres tú?! —Y otra vez—. ¡¿Quién rayos eres tú y qué haces en mi habitación?! —Y otra.

—¿Tu habitación? Lo siento, pero ésta es mi habitación —le dije algo más calmada que antes.

—Dime quién rayos eres —repitió, haciendo énfasis en cada una de sus palabras—, y qué haces en mi habitación.

—Ah, ya entiendo —murmuré.

En realidad aún no había comprendido nada. No importa.

—¿Disculpa?

Me acerco a él hasta quedar frente suyo (logrando también darme cuenta de la notoria diferencia de altura entre los dos) y le extendí mi brazo derecho, fingiendo formalidad.

—Soy Luke, tu compañero de cuarto. ¿Cómo te llamas? —sonreí, pero él no parecía contento—. ¿Sucede algo...?

—¿Qué si sucede algo? ¡Claro que sí! Llegas, invades mi privacidad, interrumpes mi tranquilidad con tus gritos, ¿y ahora resulta que eres mi compañero? Y lo peor de todo es que siquiera sabes mi nombre.

Fruncí el ceño

—Discúlpame, pervertido. Ésta también es mi habitación y puedo gritar cuando yo quiero —incrementé mi voz con cada palabra que decía—. Así que ahora, por favor, ponte unos pantalones.

—¿Pervertido? ¡Yo puedo andar desnudo si quiero! Es mi habitación.

—¿Acaso eres idiota? —pregunté ya enojada—. ¿No lo entiendes? ¡Esta también es mi habitación!

—Corrección: su habitación. De ambos.

El dueño de la gruesa voz que provenía de la puerta sonreía radiante al vernos enojados, como si lo hubiera planeado.

—¿Quién rayos es él, Mark?

Señoras y señores, estaba en presencia de una total y completa diva.

Iba a disfrutar tanto eso.

She's the only ExceptionDonde viven las historias. Descúbrelo ahora