Capítulo 10

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-Prólogo-

Ciudad desconocida, lejana, pero terriblemente familiar y nostálgica.
Una pequeña hoja de otoño se escabullía entre la enorme jungla de concreto; Berlín.
Delicada, perdida, se dejaba arrastrar por débil viento de sus recuerdos.
Varios días de hotel en hotel, de calle en calle, hasta que por fin, su viaje tuvo destino.
Se detuvo frente a una casa herrumbrosa, vieja y olvidada. Ésta es, pensó. Pues la sola fachada le traía el sentimiento que había estado buscando; El de un hogar.

La muchacha no perdió el tiempo, era evidente que nadie más vivía ahí, por lo tanto, entró sin más preámbulos.
Por dentro, la residencia era tan lúgubre y polvorienta como lo sugería el exterior. Muebles viejos y destartalados, manchones de humedad en el techo y las paredes, viejas fotos que habían quedado inteligibles gracias a una gruesa capa de mugre generada por el pasar del tiempo. Se decidió a tomar una de ellas, la que tenía más a mano, o tal vez, la que más llamó su atención. La limpió un poco, y dejó al descubierto una familia de tres integrantes. Una mujer, un hombre, y una niña pequeña que parecía estar sosteniendo algo. Procedió a remover los últimos remanentes de polvo que se aferraban a la imagen. Al echar un vistazo a lo que la niña sostenía en sus brazos, se le erizó la piel, pero no fue a causa de una inesperada sorpresa, fue más bien encontrarse con algo que ella ya sabía pero no quería confirmar.
El gato negro de los ojos amarillos, la criatura que lo inició todo.


Parte I


Berlín, Alemania. 22 de noviembre de 1999.

El horario laboral había terminado, y una multitud incalculable de hombres y mujeres retornaban a sus hogares después de la larga rutina. Cada uno sumido en su mundo, en su lugar, en su ruta. Inconscientemente, cada uno era artífice de una gran formación que marchaba alineada por las mismas calles, los mismos días, a la misma hora. Sin embargo, aquél lunes, algo diferente estaba destinado a ocurrir.

Una desagradable figura irrumpió en la perfecta alineación de las masas; un mendigo.

El hombre, viejo, barbudo y desdentado, comenzó a aterrorizar a los transeúntes, mientras que gritaba un rezo a todo pulmón.

-¡Una sombra se cierne sobre Alemania! ¡Cierren sus puertas, bloqueen sus ventanas!

Sumido en su cínica interpretación, el vejestorio chocó con un hombre más joven.

-¿Se encuentra bien? –Le preguntó al anciano, luego alcanzó su billetera y le obsequió un puñado de monedas.

El barbudo lo observó fijamente a los ojos, y luego abrió la boca, pero no fue un agradecimiento lo que recibió, en su lugar, exhaló un nefasto grito de demencia, y una vez quebró su voz, corrió con todas sus fuerzas.

Henry Wolves, incómodo con la bizarra reacción del vagabundo, decidió apurar el paso a casa. Él era un hombre amable y soñador. Trabajaba de oficinista para poder llevar un plato de comida a su familia, pero los fines de semana, hacía lo que más le gustaba hacer. Dibujar. Tenía cierto talento para ello, y él lo consideraba algo más que un pasatiempo. Cuando plasmaba su arte sentía una pasión, una libertad que nada más en su vida podía ofrecerle. Pero Henry no era un hombre egoísta, sabía que no podía dedicarle tanto tiempo al arte. Esas cosas no pueden alimentar una familia, se decía.
Y en parte era cierto, la situación económica de los Wolves nunca fue algo ejemplar.

De un momento a otro, el muchacho se encontró cruzando por un pasaje que jamás había transitado, pero sabía que era un atajo viable, aunque un tanto angosto y oscuro. Comenzó a sentir un poco de miedo, se sentía vigilado. De repente, una oscura figura se le cruzó en el camino. No pudo evitar gritar del susto, pero una vez recuperó la compostura, comprendió que solo se trataba de un pequeño animal.

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