Capítulo 5

85 7 0
                                    


Parte I

Buenos Aires, Argentina. 1 de abril de 2016.

Un jueves por la mañana. Solo un jueves más. Me levanté con la ruidosa tonada del despertador, desayuné junto a Rafael, me alisté, salí de casa y caminé unas cuadras hasta la parada del colectivo. Llovía, las precipitaciones no me disgustaban, teñían de gris al planeta, ése color va con los días de semana.
Me gusta sentarme en los asientos de atrás del bus y mirar por la ventanilla, empañada por la humedad de la lluvia. Es como mirar una pantalla censurada, pero detalles como las luces del tránsito y edificios en blanco y negro pueden definirse con el caer de las gotas sobre la superficie del vidrio.

Después de un viaje repleto de catarsis, llegué a las instalaciones de Corbenik, la empresa en donde trabajo. Tomé el ascensor, como cualquier otro día. Me encontraba meditando. Los días de lluvia me hacían pensar más de la cuenta, pero no en la clase de cosas que un empleado de la empresa debería pensar. No recuerdo el día en el que decidí trabajar aquí, de hecho ni siquiera tuve que esperar mucho hasta recibir el llamado de aprobación, al ver mi currículum y corroborar mis habilidades de programación los directivos estaban más que encantados en recibirme. Lo que sí recuerdo y nunca olvidaré es la cara de mi jefe el día de la entrevista. Ese hombre de aura inmutable, serio, formal, la clase de persona que ve a los demás como herramientas. Ése día descubrí qué tan real era el mundo, y qué tan aburrido y monótono podía llegar a ser.
No me contrataron para ser quien soy. Me contrataron para ser una máquina.
No buscan hacerme parte de una familia. Quieren imprimir su huella en mí, la de Corbenik. Quieren que sea igual a ellos, para ser manipulable, productivo pero predecible, y por lo tanto, más confiable. Lo peor de todo es que estoy al tanto de ello, siempre lo estuve.
La presencia de una persona tan pequeña como yo en una compañía tan grande como ésta, es tan bizantina como la llovizna que cae en las calles, mermando hasta desaparecer en una suave briza. Supongo que siempre he llevado esta vida superflua, insignificante.

Últimamente no he hecho más que protestar por el cambio de planes de Rafael, el cómo abandonó la posibilidad de que haya un alma gemela para mí en éste basto océano gris, pero también le agradecía el subterfugio que me brindaba la escritura, un mundo que había olvidado y juntaba polvo en uno de los cajones de mi edificio, y que él desenterró con tanto esmero.
Bebí el último sorbo de la taza de café del descanso y me dirigí a terminar con mi labor. Un par de horas más en ello y ya había oscurecido. Mi rutina había terminado.

Preparé mis cosas y me retiré del edificio, para mi sorpresa, llovía aún más fuerte afuera. Abrí el paraguas y me dirigí a tomar el colectivo. Mientras esperaba que el transporte llegue a la parada, me decía a mí mismo que hoy sería un día diferente. Que las cosas cambiarían, y darían un giro inesperado. Tenía a un ángel de mi lado, había visto al demonio a la cara, pero el chiste estaba en que mi vida seguía ahí, sin importar lo que pase, nada iba a cambiar el hecho de que estaba atrapado en una rueda que no parecía terminar. Buscaba excusas, cualquier razón para cambiar mi destino, aunque el día estaba llegando a su fin, yo aún esperaba que comience, bajo el herrumbroso techo de aquella parada de la línea 5.

Al cabo de unos minutos, el colectivo llegó. Intenté tragar el nudo que se me había formado en la garganta, pero fue inútil. Me limité a esperar mi turno de subir al vehículo, mientras avanzaba la cola de gente que había llegado antes que yo. Fue entonces, que en la desesperación de la tormentosa noche, encontré mi excusa.

De la puerta trasera del colectivo se bajó una muchacha, de ropas claras y cabello corto, cautivó mi atención al instante, observarla luchar contra la lluvia, sin protección y mojándose hasta la punta de los pies, me recordó un poco a Vanessa. Por alguna razón reaccioné de forma similar a como lo había hecho aquella vez, abandoné la fila y corrí tras ella. Una vez la alcancé, la tomé de una de las mangas de la delicada polera blanca que llevaba puesta.
Volteó rápidamente, sorprendida. Fue entonces que le ofrecí mi paraguas. No era yo en ese momento, creo que actuaba bajo algún extraño piloto automático, que había tomado control de mi inestable cuerpo. Quizás era el fantasma de Fausto, que añoraba su otra mitad, aquél que se negaba a morir el día en el que Rafael abandonó su búsqueda.

FaustoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora