Prólogo

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Dante despertó sobresaltado. La pesadilla había sido tan real que aún sentía el aliento helado en el rostro. La "cosa" se ocultaba en la oscuridad, pero en los huecos de sus ojos vacíos brillaba un maligno resplandor azul. En el abismo infernal del cual había venido parecía ser rey, porque podría haber jurado que llevaba una corona sobre su cabeza y un cetro en las manos...

Enseguida lo distrajo el llanto de Steffi, que reclamaba atención desde su cuna. La niña estaba hambrienta y lo había mantenido en vela casi toda la noche. Hoy se cumplían ocho meses desde que Ámber se había ido. ¡Cuánto la extrañaba! ¡Si algún día volvía, le perdonaría todo! Sólo quería tenerla a su lado. Poderle decir que la amaba más allá de sus errores; que dejarían el dolor de su ausencia atrás y que volverían a ser una familia. Porque, aunque él siempre estaría para ellos, los niños necesitaban el calor de su madre. "Por favor, no los dejes", le imploraría de rodillas, aunque eso implicara rebajarse. "No les permitas crecer creyendo que no fueron suficientes para hacerte feliz".

Aún no alquilaban la piecita de la señora Elvira en Palermo; faltaban dos años para eso. Residían en un conventillo del barrio de La Boca, es decir, una vivienda colectiva muy precaria, donde la gente de las clases bajas convivía aglomerada y con un nivel de vida infrahumano.

Había decenas de pasillos atestados de mujeres lavando la ropa o de hombres ociosos que no tenían trabajo. Sea como fuere, el clima general del conventillo lo marcaban tres elementos omnipresentes, que venían a ser algo así como una postal de un lugar que nadie, nunca, querría visitar: el primero eran las plantas, de todas las formas y tamaños, enterradas en pequeñas macetas o en grandes macetones; el segundo, las farolas antiguas, viejas testigos de la decadencia de, al menos, cinco generaciones de argentinos (incluso, las había que funcionaban a kerosene, un líquido inflamable obtenido de la destilación del petróleo, que se utilizaba para encender el mechero); y, finalmente, el tercer elemento, pero no por ello el menos importante, las obscenas manchas de humedad que recubrían las paredes, dejando entrever los signos de un avanzado deterioro que amenazaba con arrastrarlas al piso.

Dante entibió un poco de leche y se la dio a beber a Steffi en un biberón rosa con una imagen de Minnie. La niña succionaba la tetina con avidez; parecía como si no hubiese comido en semanas, en lugar de las dos horas que habían pasado desde su última ingesta. Cuando terminó, Dante la tomó en sus brazos y la meció. Sólo mirar sus mejillas rosadas y sus grandes ojos azules, le sacaba una sonrisa. "Te adoro, cielo", le murmuró. "Tus ojitos son mi mundo entero". La nena lo miraba con un gesto entre desconcertado y sorprendido, y reía.

Cuando volvió a vencerla el sueño, Dante la regresó a la cuna y se dirigió a la cama de su "pequeño campeón", como solía llamar a Teo. No hay palabras que describan adecuadamente la angustia desbordante que sintió cuando vio que su hijo no estaba en ella. ¡Eran las cinco de la mañana! ¿Dónde podía encontrarse a esas horas un niño de cinco años?

Salió corriendo por los pasillos del conventillo a buscarlo desesperado. Rastreó cada rincón, cada resquicio, pero no había novedades de él. Estaba a punto de entrar en pánico y de comenzar a golpear las puertas de los vecinos, cuando recordó que había un lugar que no había examinado: el viejo aljibe al otro lado del conventillo, clausurado desde hacía años, porque las napas de agua que corrían debajo de él se habían secado.

Cuando llegó allí, vio que el niño estaba inclinado sobre la profunda negrura del pozo, como si estuviese hipnotizado.

—¿Qué hacés acá, hijo? —preguntó Dante, alarmado. Teo parecía no escucharlo, de modo que se acercó a él lentamente, intentando conservar la calma—. Teo, ¿me escuchás, hijito? ¿Qué estás haciendo acá solito? No tenés que venir acá; es peligroso.

—¡Stefìa hacía mucho "ña ña"! —refunfuñó el niño, saliendo de su ensimismamiento—. ¡No podía dormir, papi!

—Steffi hace "ña ña" cuando tiene hambre, Teo —le explicó Dante—. Los bebés chiquitos como ella, tienen que comer mucho porque están creciendo ¡y necesitan mucha energía para ser fuertes y saludables!

—¿Y qué pasa con la comida? —preguntó el niño, tomando distancia del aljibe.

—En la panza, la comida se hace muy, muy chiquita y pasa a la sangre, y de ahí ¡va a todo el cuerpo!

—¡Qué asco la comida mezclada con sangre, papi!

Dante sonrió ante la ocurrencia de su hijo. Sin embargo, aún lo inquietaba que hubiese huido al aljibe, solo y en medio de la noche.

—¿Qué hacías acá, campeón? ¿Por qué te viniste solito? Papá estaba muy preocupado cuando no te vio en la cama. ¡Tenés que prometerme que no vas a hacerlo nunca más!

Teo dudó. Revoloteaba los ojos entre su papá y el aljibe, refregándose las manos con ansiedad.

—Está bien, papi: te lo prometo —dijo, no del todo convencido—. Pero, ¿qué voy a hacer cuando las voces me llamen?

En la cabeza de Dante se disparó una señal de alarma.

—¿Qué voces, hijo? —preguntó con la voz temblándole.

—Las que vienen del aljibe, papi. No es la primera vez que me llaman.

—¿Y qué te dicen las voces, Teo?

—A veces dicen cosas que no entiendo. Casi siempre hablan entre ellas, ¡pero les gusta mucho decir mi nombre!

—¿Ah, sí? ¿Y cómo te conocen las voces, campeón? —Dante intentaba sonar tranquilo, pero un nudo de terror le cerraba la garganta.

—¡Ay, papi! ¡Qué pregunta! ¿Cómo no me van a conocer, si una de las voces es mami? —Dante se puso pálido y un frío helado le subió por la espalda—. ¡Ah, me olvidaba: me dijo que te diga que no te preocupes!

—¿Que no me preocupe de qué, Teo? —Dante se esforzaba para hablar; tenía la lengua atenazada.

—Me dijo que ella nos va a cuidar de la cosa que se esconde en la oscuridad.  

Árdoras: La Princesa Roja [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora