Capítulo 4: Un monstruo necesario

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Por un momento, le costó discernir si el curso de sus pensamientos se había detenido o acelerado. Taish y Iako cruzaban miradas suspicaces, como si creyesen que el niño tramara algo. Teo miraba hacia el oeste, como hechizado.

Minutos antes, se habían dispuesto a dejar atrás el arroyo y encaminarse hacia el bosque de hayas donde los nókers habían ocultado la diligencia. De pronto, el pequeño clavó sus pies a la tierra y fijó su mirada en el horizonte, permaneciendo así largo rato.

—¿Qué hay al sudoeste del Continente? —espetó sin preámbulos.

La pregunta tomó a ambos nókers por sorpresa.

—¿Por qué lo preguntás? —dijo Iako—. El bosque de hayas se encuentra hacia el este.

—Sé hacia donde debemos ir —respondió Teo—, pero no es eso lo que pregunté.

—¡Será mejor que no te pases de listo, niño! —exclamó el nóker, sulfurado—, porque, de lo contrario...!

—Mienandis —entonó Taish, como si se tratase de un conjuro.

—¿Mienandis? —replicó el niño, con cara de consternación.

—Un pueblo nativo de esas tierras. Su reino abarca casi todo el sudoeste de Árdoras.

—Hablame de ellos.

—La antigua ciudad de Kenatzá, es la capital del reino, una extraordinaria metrópoli erigida sobre la estepa, donde despuntan imponentes pirámides solares, colosales monumentos totémicos y el magnífico palacio de Tlön, su poderoso soberano. Los mienandis son expertos astrólogos y arquitectos. Es una de las primeras grandes civilizaciones que floreció al sur de Árdoras.

—¿Blast ha colonizado sus tierras, también?

—No. Pero no por falta de méritos, ¡eso te lo puedo asegurar! —Taish resopló, socarronamente.

—No entiendo. ¿Qué querés decir?

—Existe una arcaica leyenda mienandita, que habla del Uqbar, una bestia escarlata de cuatro patas, ojos sagaces, cabeza cuadrada y cola dorada. Un animal de una magnífica agilidad y destreza, más veloz que el sonido. Se dice que el Uqbar habita en la Gran Pirámide Solar de Zhata y que su rugido puede insuflar vida en lo inanimado y dotar de un inmenso poder, incluso, a la criatura más pequeña.

—Sé clara, Taish. ¿Qué tiene que ver esa leyenda con los Ilustres Señores?

—Al parecer, muchas de las huestes de Blast que intentaron penetrar por la fuerza en el reino de los mienandis, fueron convertidas en piedra.

—Estás insinuando que...

—Tal vez, el Uqbar no sea una leyenda, después de todo... Y que así como puede dotar de vida a una roca, quizás, también, pueda convertir en roca a algo con vida.

Teo permaneció un largo instante en silencio, mesándose el pelo.

—¿Los mienandis son hostiles con los extranjeros? —preguntó con gesto constreñido.

—¿Por qué tantas preguntas, niño? —inquirió Iako—. ¡¿No te habrás acobardado y considerarás huir hacia el oeste?!

—Si la leyenda del Uqbar fuese cierta —prosiguió el niño, ignorando al nóker—, ¿creés que lo usarían para dañar a viajeros inocentes?

—Los mienandis son un pueblo guerrero —explicó Taish, mirando de reojo a su hermano, que parecía bastante molesto por la actitud insolente de Teo—. Pero valoran la diplomacia y tienen un hondo sentido de la moral. Su civilización ha prosperado a través de los siglos, basando su comportamiento civil acorde a un sólido sistema de leyes, que enfatizan la solidaridad y la justicia. De modo que si un extranjero no demuestra una conducta hostil hacia ellos, los mienandis abrirán las puertas de Kenatzá hospitalariamente.

Árdoras: La Princesa Roja [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora